NO CODICIAR LA MUJER DE TU PRÓJIMO.

 Armando García

 

Barrio Ingles de La Ceiba.

De La Ceiba nos venía todo. Las prostitutas y el pan bululo. Los calzones jersey y las camas Simons. Los zapatos de dos tonos y la marimba de Piquito. Las ruletas y los tahúres. Los pantalones cachanblac y las pastillas Barco para enderezarles el ánimo a los que ya no podían. La piedra lumbre para calibrar válvulas y el chilifugue para la tos. Los maricones y el chocolate en barra. Las muchachas bonitas y el pan de coco. El carro de la Mejoral y las películas de Tarzán. El reloj millonario de los chinamos y las pistolas Smith & Wesson. Las píldoras de vida del Dr. Ross y el agua de florida de Muray y Lanman para las plañideras. La brillantina Para Mí y el Laxol para chigüines culichosos. La margarina Mrs. Pickford y el papel higiénico. La sal de Glober y las Selecciones del Reader´s Digest. Manteca La Blanquita y el carro de los morenos. Los militares y los fósforos Gato Negro. El género de azulón y las pelotas de fútbol. Los sombreros Stetson y las mulas de Kentucky. Los gringos aventureros y los cangrejos punches. Los popcicles y los nances. En fin, todo nos venía de La Ceiba. La Ceiba era lo máximo. Algo así como el ombligo del mundo. Uno se sentía incompleto si no conocía ese puerto.

Si por los gajes de la curiosidad uno miraba una pifia garrafal en aquel jugador recién llegado al equipo del pueblo y le gritaba una andanada de improperios, se veía en la necesidad de cambiar su juicio cuando los demás le hacían saber que el jugador venía de los mejores equipos de La Ceiba. Por eso, también, cuando los chigüines de la escuela peleaban de «no tuve para vos y tu madre» y de «la tuya que te parió en casulla» o de «chigüín viejo», «más viejo sos vos», la camada consideraba ganador a quien tiraba aquella sentencia lapidaria de «¡no jodás, yo conozco La Ceiba y el mar…! ¿Y vos, qué?»

Un niño nacido en el hospital del puerto era distinto a los parteados en el pueblo por China Navarro. «¡Ah maje!, yo nací en el Hospital D´Antoni», era el máximo orgullo que sacaban a relucir los cipotes carutes y dedos al aire como uno.

Un día llegó desde el puerto Mister Hans, un alemán tan largo como una pialera de cuero crudo. Era el encargado de riego y apenas hablaba español.

El 19 de marzo, día del santo patrono de la aldea San José, Mister Hans fue invitado por Mister Sánchez, un grindio, alto empleado de La Bananera, a la feria de la aldea.

Mister Hans y Mister Sánchez se echaron las primeras cervezas en la tienda del turco Fuad Mahomar. Acalorados por los tragos siguieron la chupa en la cantina de Plile Sandoval. Mister Hans bailaba solo frente a la rockola y Mister Sánchez se desparramaba en atenciones con su invitado.

Cuando llevaban dos horas de tragos y bocas de jamo en coco, llegó a comprar cocacolas la negra Gladys Cucufate quien, a su paso, quitaba el hipo a los urgidos muchachos de San José.

Mister Hans era un péndulo en su solitario baile. Miró con ojos de ahorcado hacia el mostrador y, tras la nebulosa de su borrachera, aquel monumento de fuego y ébano tuvo la fuerza de un imán. Se acercó, y sin decir «alemán va», agarró con sus manazas de Botero las frondosas nalgas de la prieta descomunal.

Se armó un cachimbeo de padre y señor mío. Los tres pescozones que le propinó Gladys Cucufate y el desparpajo de los mirones atrajeron a Catato Figueroa, el cabo cantonal.

La furia de Catato no se hizo esperar. Cogió su machete envainado y le dejó ir los primeros planazos a Mister Hans. Éste cayó al suelo. El machete se tornó pequeño en el lomo del atrevido don Juan.

Mister Sánchez, preocupado, gritaba:

–«¡Déjelo, don Catato, no mira que es ciudadano alemán!»

–«¡Qué! –dijo Catato, a la mitad del último vainazo– ¡Ni que fuera de La Ceiba!»

 

Florencia 10.IV.88

(*Del libro H de Absurdo)

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