Cuento: La despeinada
Anne Genest (*)
“Si la noche es para usted ese
tiempo de tregua y
de inconsciencia que va
del crepúsculo de la noche
al crepúsculo del amanecer, y si termina para usted con el día,
ella es mi consciencia misma y para mí no tiene fin…”.
Lydie Dattas, La noche espiritual
La cosa apareció justo a tiempo en mi vida. Una
mañana de otoño, a la hora de los tonos grises. Soy de las que se levantan
antes del alba. Me pongo unos pasos torpes, me lanzo a la calle, a la noche. El
resplandor de las farolas zumba. El haz vacila. ¿Tenemos que apagarnos o
mantenernos en vela? Centinela agotado. Acaban de prender la luz en la casa del
vecino. Todavía no son las cinco. La televisión emite ondas azuladas. Entran
las realidades de otros mundos. La sala se llena: quejas, huelga, guerras.
Al ir dando pasos, recojo dichas minúsculas: una
horquilla para el cabello, un dibujo garabateado, una llave que guardo al fondo
de un bolsillo imaginando las cerraduras que podría abrir. Con casi nada,
invento todo. Veo en vez de tener.
De niña, me agarraba a la mano de mi madre y nos
íbamos en busca de útiles. Una punta de pluma, la colilla de un cigarro, el
mínimo detalle se convertía en la huella de un personaje que ensamblábamos
pieza por pieza. “El alma no se encuentra en los ojos, ni en la voz, sino en la
arcilla de la carne, me repetía mamá. Siguiendo la pendiente suave de la
columna vertebral, deslizándose bajo la nuca, siguiendo lo largo de la espalda,
hasta la cavidad de la pelvis. Cuando, en el rostro, ya no hay mirada, quedan las
líneas del cuerpo”.
Modelábamos tantas existencias, concediéndoles
deseos, a veces tristezas. Imaginaba la vida de una anciana nada más siguiendo
la curva de su espinazo. Los años consagrados a alimentarse habían redondeado
su silueta. Su cuerpo en forma de arco de circunferencia como un seno ofrecido
a los niños de los que se había hecho cargo.
Hoy, vuelvo a encender mi mente cada final de
noche. En las páginas blancas de mi cuaderno de pastas negras, entinto.
Ahora bien, esta mañana, un pequeño detalle dio a luz
una idea.
La tenue claridad revestía la calle, revelando las
cosas, parte por parte. Con un portazo cerré el carro, entré en la casa
intentando no despertar al ruido. Las cortinas todavía retenían un poco las
sombras.
Me dejé caer en la estropeada silla Voltaire,
apoyada contra la ventana del escritorio donde escribir me resulta agradable.
La bolsa deportiva se arrastraba a mis pies. Con la manta a cuadros, me cubrí
del frío. La pluma fuente retenía un resto de penumbra. Un soplo jadeante
comenzó a latir en mi palma. Mis dedos se abrieron. Y el pico del lápiz chilló.
No oí que el día colmara el árbol de pájaros y que
la calle se despertara con el paso de los coches.
Vi otra cosa.
Ahí, cerca de la bolsa puesta a mis pies, un nudo
de hilo negro.
Me agaché. Mis dedos atraparon la forma. Las fibras
se enrollaron en mi piel. Una suavidad de cabello. Un olor a jabón y a sudor.
Mi memoria dio marcha atrás, transportándome
algunas horas más temprano al momento en que me desprendí del sueño para
abrazar el alba haciendo toser el motor del coche. Me dirigí como de costumbre
al gimnasio. Adentro, los cuerpos estaban en acción. Éramos pocos. A mi
izquierda, un hombre con un pesado conjunto deportivo sudaba la gota gorda. Su
aliento jadeaba con grandes suspiros bajo una capucha. Se aferraba a las
muñequeras, sudaba, expiaba, huía de su propia carne. El ambiente a su
alrededor era pesado como si llevara, además de su piel, el peso de otro.
Más allá, en una remadora, una mujer cortaba el
aire con un ritmo epiléptico. Su mirada crispada escrutaba un punto del
horizonte. La máquina no la llevaba a ningún lado. Quizá imaginaba un lago de
aguas cristalinas e incluso el mar; su sabor a sudor y a sal.
Aunque compartíamos este mismo espacio varias veces
a la semana, no interactuábamos. Solo nuestros movimientos contaban, nuestros
biorritmos acelerados, nuestra dependencia a la adrenalina que nos permitía
someternos mejor al día partiendo la noche por la mitad.
En realidad, si corro sobre esta banda que me
regresa sin parar al mismo lugar, es con el fin de abandonarme; no ser más que
pensamientos, finalmente liberada del desorden de mis miembros.
En mi muñeca el reloj ya indicaba que era hora de
volver. Guardé mis cosas. Rápido, el coche. Rápido, volver al sillón, el
cuaderno. Escribir una hora y luego despegarme de la hoja, salir corriendo al
trabajo.
Sin embargo, en el vestidor, al agacharme para
abrir la bolsa, noté, bajo el asa, una coleta de pequeños cabellos. Quise tomar
la cosa para deshacerme de ella. Al enderezarme, el grifo corrió. El agua
fluía, entrecortada por el ruido del chapoteo.
El barullo se detuvo. Hubo una fricción de
sandalias. No quise saber a quién pertenecían los pasos. Sentía un vivo placer
de dejar a mi imaginación hacer su trabajo. La mujer se acercó. La oí sentarse
en la banca. Enseguida una agitación de pequeños frascos acomodándose. Un ruido
de tijera, una fricción de lima en las uñas, el roce de una piedra pómez.
La visualicé completamente desnuda a excepción de
su cabello cubierto con una toalla. Flotaba un olor de solventes y de hierbas.
A veces nos quitamos la ropa como cuando quedamos como nuevos. Desnuda, para
librarse de una cosa incómoda. Limpiarse no por higiene sino para purgarse del
pasado. Imaginé un amor contrariado y la decisión de ponerle fin. Tris tras.
Cortar el vínculo con un hombre de un tijeretazo.
La mujer se levantó. Regresó al lavabo dejando tras
ella un olor químico.
Esta vez volteé la mirada.
La vi, desvestida. Un pubis negro como un punto.
Una melena rubia, desteñida, en cascada sobre los hombros. Una mirada limpia.
Párpados grises. Pero, sobre todo, bajo los ojos, grietas azuladas, ojeras que
maldicen. Estaba llorando.
Me levanté para ofrecerle un pañuelo.
– Gracias, dijo entre dos sollozos.
–¿La puedo ayudar?
–No, no hay nada que hacer, añadió.
Se sonó. Busqué en mi bolsa. Me quedaba una
tablilla de chocolate que compartimos.
Lentamente, se volvió a vestir. Le hablé de mi
última ruptura amorosa. Me confió que atravesaba la misma experiencia. Nuestros
relatos habrían podido atiborrar completamente un cuaderno.
Me fui y dejé sobrevolar su presencia tras de mí.
Una vez en la casa, cuando me preguntaba quién era el personaje que iba a
plasmar en la hoja, descubrí pegado a mi bolsa, ese pelo todavía todo embebido
de negrura. El día no ahoga la noche, no, pero se nutre de ella.
Anne Genest,
es escritora canadiense de Quebec. Ha publicado el libro de cuentos “Las
mariposas beben las lágrimas de la soledad” y las novelas Fecondes (2019) y La
sueur est un desi d´ evaporation (2022)
Fuente:
Letras Libres, México
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