DEBIO LLAMARSE AMOR
Juan Ramón Martínez
Llego
a nuestras vidas como una alegre brisa mañanera que bajo juguetona del Pacura.
Venía con la virgen sal del mar Caribe. Traía caracolas en el pelo y sal de mar
en la boca que invitaba a los besos furtivos. Era intenso movimiento que había
jurado derrotar la quietud y la tristeza que el pasado indígena imponía a
muchos de nosotros. Una llama,-- que el viento impotente--, jamás pudo apagar.
La
conocí una mañana de febrero de 1957. Vestía falda azul marino, faja negra
ajustada a una cintura dócil y una blusa blanca de lino que resaltaba sus formas
de grácil muchacha de quince años. Darío Meléndez, mi entrañable amigo, me dijo
que era una nueva compañera que había llegado desde el colegio de Trujillo. Su
risa contagiosa, el entusiasmo con que veía la vida y la alegría que imponía a
todo lo que hacía, nos permito a sus compañeros encontrar un balance en la
búsqueda de lo que sería el carácter de quienes nos imaginábamos como futuros
educadores.
Un
poco tiempo después, una vez que nos hicimos amigos, supe que habíamos vivido
sin saberlo, en el mismo campo bananero. Y que sus padres y los míos eran
amigos. Descubrí que el hombre que había inspirado mi firma a los 12 años, --
que uso todavía -- Baldomero Mejía era su padre; y que, doña Oralia Ortega su
madre era amigo de la mia. Cuando le conté a mis padres se llenaron de gozo.
Fue
siempre una de las mejores estudiantes. La inteligencia suya, la dedicación a
sus tareas y el pundonor con que, hacia cada cosa, le permitieron obtener las
mejores calificaciones junto a Ana Melara, Sonia Quesada y Oneyda Chahin. En
noviembre de 1960 nos graduamos. Una hermosa foto la muestra sonriente,
mientras sostiene la Bandera Nacional en el momento de la juramentación que ha
marcado nuestras vidas.
En
Olanchito, fue maestra durante dos años en la Escuela San Jorge. Después se trasladó
a La Ceiba donde durante muchos años se dedicó a la enseñanza primaria y a la
secundaria. En 1966 se casó con Jesús Canales y con quien procreó una familia
de cinco hijos, encabezada por su primogénita a la cual, la bautizo Marianela
como ella.
Después
viajo a Colombia a estudiar en una universidad de Cali. Allí se especializo en
administración de recursos humanos. Al regresar, trabajo varios años en la Cervecería
Hondureña, administro barcos pesqueros dedicados a la captura de langosta; y al
final dirigió un hotel en Guanaja, al que me invito pero que nunca conocí por
el miedo a los aviones y por el riesgo de encontrarme con Ricardo Maduro Joest
que, para entonces andaba suelto y nervioso, cortando flores amarillas en los
jardines marinos de por alla.
Durante
los últimos 52 años, muchos de sus compañeros – y yo especialmente – estuvimos
en frecuente contacto. Una llamada telefónica, un encuentro fortuito, una carta
apresurada; o una conversación con un amigo común que nos informaba sobre ella,
nos permito estar atentos de sus cosas, del nacimiento de sus hijos, de su
divorcio; y de sus nuevos intentos fallidos por organizar su vida sentimental
con un nuevo compañero. Amiga en las fronteras de la hermandad, no tenia
secretos conmigo. Y cada vez que tenia problemas, se acercaba para que le
ayudara con consejos oportunos; o por medio de citas con relaciones
gubernamentales que le permitían lograr lo buscado. Especialmente para los
demás, porque siempre fue una mujer dedicada al servicio del prójimo y a
mostrar amor a todos los que se acercaban a sus espacios.
Víctima
de una enfermedad dolorosa que jamás la doblego; ni tampoco le borro la sonrisa
de la cara bonita que siempre lleno de luz su compañía, acaba de morir el 11 de
marzo pasado (2009) en San Pedro Sula. Quieta, se entregó en manos de Dios. Y
mientras escuchaba oraciones a la Virgen María, se quedó dormida para siempre.
Felipe
Ponce, mutuo compañero, me llamo a Tegucigalpa para darme la dolorosa noticia,
apenas una hora y media después. Me preparaba para dar una conferencia en la
Universidad Metropolitana. Haciendo lo que ella hubiese hecho en el caso que el
muerto hubiese sido yo, dije mis cosas, hice bromas, conté historias y les di
consejos a los estudiantes que considere oportunos para su éxito profesional. Después
a solas llore por ella; y sus recuerdos fueron pasando en mi memoria como en
una película de una vida larga de cariños, de afectos compartidos y de sueños
construidos a partir del reconocimiento de la obligación de atender a los mas
débiles. Solo tuve la duda si debía estar con ella en el momento de entregarla
al cálido seno de la tierra generosa. Al final decidí que su funeral lo imaginaria
a la distancia, refugiado en mis debilidades escondiendo mis emociones
desbordadas.
Fui
el primero de sus alumnos en la escuela del amor que ella iniciara en
Olanchito. Me matricule el 23 de noviembre de 1957. Salí de allí por falta de
aplicación y falta de fuerza para cumplir con mis compromisos. Ella conoció mis
debilidades más profundas; y como me quería mucho, me perdono y me dio a cambio
más cariño porque sabía que lo necesitaba. Y a ella le sobraba.
En
La Ceiba – en el cementerio del barrio Mejía – sus hijos y amigos la dejaron sola, rodeada de
flores. La tierra y su grácil figura estropeada por los años y las enfermedades,
empezaron a hacer su trabajo metódico. Pero quienes la quisimos, no tenemos
otra alternativa que seguirla queriendo. Porque se lo merecía. Nos enseñó con
su firme sonrisa y su inmenso corazón, que amarnos los unos a los otros es lo
mejor que nos ha ocurrido a los seres humanos.
Quienes
fuimos sus alumnos en su escuela del amor fundada en Olanchito, no la
olvidaremos en el momento de su muerte. Ni después.
Se
llamaba Marianela Mejía Ortega y tenía 66 años al dejar la vida terrena. Que
descanse en paz como se lo merece, en los brazos de Dios, porque fue una
católica insuperable y una gran mujer que muchos quisimos tener a nuestro lado.
Por siempre. Debió llamarse amor.
Tegucigalpa,
24 de marzo de 2009/ 10 de noviembre de 2024
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