Olanchito: CIUDAD EN MI MEMORIA
Armando García
Estación del tren, Olanchito, Yoro.
Viene a mi memoria, al asomarme a mis seis años, en
1954, el recuerdo imborrable de un rimero –gigantesco e infinito– de varas
apiladas cerca de la oficina de boletería del ferrocarril y la bodega de la
Compañía. Una línea interminable de carromatos de rejilla llenos de hojas de
guineo, ensuichados frente a la estación. Un mar de gente merodeaba los
andenes. No cabían bajo la marchita ramazón de los jamacuaos del solar de los
Carrasco. Había una chamuchina bañándose en el grifo del tanque donde acostumbraban
abrevar las jadeantes locomotoras de la Standard Fruit Company. Otra
muchedumbre se guarecía en la fronda del añoso tempisque del campo de fútbol.
Había otro gentío, apeñuscado, bajo el follaje del negrito de la planta
eléctrica y en la calle frente al solar baldío del timbiriche de Toño «Pelón»
Hoch, un palestino recién llegado. Otro cachimbo de campeños estaba sentado en
la acera de la ebanistería del turco Salomón Busmail y en la diagonal de
piedras y postes creosotados del puesto de embutidos del judío Boris Starkman.
Pasamos frente a las trozas de guayacán y el trillo
izquierdo de la línea férrea. Íbamos con mi primo Mario «Cañón» y mi abuelo,
Salvador Morales Zelaya, al encierro de los animales (una burra vieja, una
burrita, aún sin destetar y dos pollinos, uno manso y el otro chúcaro) a la
labranza, un potrero de zacate guinea, zarza y tacualtuste, de menos de tres
manzanas, frente a las pilas de la hacienda de don Felipe L. Ponce. «Son los
huelguistas de la bananera», dijo mi abuelo a su mancuerna de nietos, que ya íbamos
ahorcajadas en sendos «caballos» de palo, pepenados, al paso, del bulto más
próximo. «¿Y esas varas para qué las quieren…?», preguntamos. «Para defenderse
y poner orden». Nos miramos con mi primo; no habíamos entendido nada. No
preguntamos más. Sabíamos que al abuelo (nacionalista y capitán de los tiempos
de Francisco Bertrand) no se le podía estar preguntando a cada rato.
Recuerdo, en mis primeros años escueleros, a un
Olanchito de siete polvorientas calles y seis avenidas de piedra, barro,
cascajo y arenal. Un casco urbano en la cuadratura —en mi nostalgia de
cachamblack, cuturina de cotín cuadriculado y borceguíes Naco de orejas atrás—,
del recodo norte donde comenzaba la primera calle, La Palma. En la esquina que
formaban la casa de bahareque de Tica Zepeda, la culata norte del cementerio
viejo, el arriate de la Escuela Modesto Chacón y la casona de adobe de don
Chilo Zelaya (y un trillo de malvas y chiriviscos que conducía a las dos
últimas casas, la de Julio Romero, padre de Julio Lobo y la de don Saúl Soto).
Calle La Palma se prolongaba hacía el noreste, pasando por donde Mamencha
Castro, por la pulpería de doña Sofía de Soto, frente a las residencias de
«mama» China Navarro (incansable partera del pueblo), la casona de adobe de don
Salomón Sosa y la de bahareque (que había construido mi abuelo) de doña Mencha
de Martínez, la hija de don Toyano Bardales hasta desembocar en la casa de tía Tona
Cano (en el barranco del camino hacia el río Uchapa).
Partiendo de aquí, de donde tía Tona, rumbo este,
comenzaba la avenida Doctor y General Tiburcio Carías Andino, que pasaba por la
parte baja de los tres barrancos de la «casa rosada» de Amado García Cortés y
seguía, arriba, allá por la del fotógrafo don Lalo Andino y el taller del
«Gato» Yaquito Núñez (el tata de Puyul, Rafa y Nene). Cogía por la mielera de
don Rodrigo Núñez, contiguo a la casa de Coca Rosales y la del indio Petronilo
Bonilla, hasta llegar a la esquina en que se doblaba hacia el rastro. Seguía
recto, pasaba por la cloaca de la mierda, atrás del Hotel Norma, hasta alcanzar
a un altito, inicio de la calle de La Estación, en la esquina desde donde se
columbraba la mansión de madera, zinc, malla ciclón y buganvilias, del general
Faustino P. Cálix, al otro lado de los rieles de la línea férrea, en la mera
tribu de «Los Mirriñaques». La Estación ferroviaria, era la calle del cuadrante
sur, pasaba frente a la escuela de varones Modesto Chacón y la de las niñas
José Cecilio del Valle (que no las habían construido todavía), por la casa de
don Lito Bustillo, frente a la carpintería de don Beto Paguada y la casa del
profesor Tico Herrera y moría en la esquina de la tienda La Olanchita del
salvadoreño Ramón «Ticuisa» Pineda.
Mientras el oeste pueblerino estaba integrado por
una avenida que iniciaba en la esquina de la salida hacia el Ocote aldea y Las
Jaguas. Allí por el camino donde levantaría su Chola de ladrillo el olanchano
Nando Cálix, el marido de Yaya Meléndez y el cerco de la propiedad de Purita y
Pacho Alméndarez. Pasaba después por donde viviría la plebe de los Luján y los
Chiros. Seguía por la zapatería del Maistro Ángel Orellana, continuaba por
donde Sergio Castro el de doña Lidia, por donde Trino Arteaga y por la mecánica
de Mencho Palacios (frente a lo que después serían los Lavanderos públicos de
«la Segunda República»). Se prolongaba por la mediagua de José «Pate’palo»
Cartagena, por el potrero de los mangos de Pachico Lozano (donde hoy es el
mercado central), atrás del cementerio viejo y la casa de Chago Urbina, hasta
cerrar el cuadrado en la casona de los Zelaya Lozano.
Fuera de este recuento, estaba una pequeña avenida:
El Olvido, atajo que pasaba por las casas de Chindo Santos, la de Luisa García
(mi abuela paterna), la de don Lalo Sánchez, la de Estela Vargas, la mamá de
César «hijo malo» y que finalizaba en el solar de Juan Martínez, el papá de
Edgardo ‹‹Conejo›› Soliz, frente al terreno donde construirían después el
presidio municipal. Había también en esta parte norte una extensión: la de la
casa de doña Mirta Castro (habitada en ese tiempo por Olimpia y Quique Saravia;
su dueña vivía en Norteamérica), frente al solar donde después construiría su
guarida Carlos “Paisa” Martínez. De allí partía, pues, esa calle, llamada El
Jazmín, que pasaba por la esquina de la casa del mestro albañil don Simón
Zavala, por la covacha de Ventura Posas, «Culo’ecotín» (la abuela de «Los
Malambos»), seguida por el cuchitril de los Saravias (Yaya, Yanca, Yipe, Chela,
Yato, Quique) y la esquina del profesor Quincho Reyes, frente a Bartolo Urbina,
cerca de la residencia de Macha Castro. Cogía por donde tío Popo Bardales,
pasaba por la acera de Pancho Guillén D’Licour y terminaba en El Chorrito, allá
por la quebrada «El Andaluz», frente a donde Lolo Garay y Pacho Nasser, por la
brecha que conducía a la finca «El Chorrito» de Toloncho Martínez,
«Güevorralo», camino hacia Agalteca y el aeropuerto El Arrayán.
Esa cívica de mulatos de costa adentro tenía, en la
primera mitad del Siglo XX, un parque central con sus diagonales, dos pilas,
una torre con su impuntual reloj de cuatro caras que jamás marcó hora alguna.
¡Qué años, caramba, apedreo de mangos, salto de tapial, recogida de nances,
persecución de propietario arrecho, brinco furtivo sobre jocote ajeno!–
Jugábamos en el «enorme» corredor esquinero de aquel cabildo de una planta y
correteábamos, después de misa, sin importarnos el coscorrón inquisidor de la
viejas beatas o del estadounidense Padre Guillermo Moore, en el «gigantesco»
atrio de la iglesia. Esa edificación sobria, sin aspavientos arquitectónicos,
levantada en honor al patrón parroquial, San Jorge, nuestro segundo
«rascacielos», después de la torre del parque.
Esa infancia de chilinchate, papalote, alfeñiques;
piñata de tinaja, papelillo, tucos de caña y rapadura; enchute, pijiadas, catuz
y pirinola y escapadas a las aguas profundas de las posas del río Uchapa, se
encontró con dos escuelas públicas (una para niñas, la José Cecilio del Valle
y, la de los niños, la Modesto Chacón) y una privada, la católica San Jorge,
centro de nuestra iniciación escuelera (primero, en el local contiguo a la casa
de Nicho Romero Narváez y, segundo, en el salón donde quedaría después el
billar de Rafael Ramos Rivera, frente al parque; todavía, en esos años, se leía
en la parte superior del edificio «Salón Marte»).
Aún no habían aparecido los predicadores
evangélicos, Mister Curtis, fundador del primer templo evangélico, frente al
barracón de Pancho Núñez, y el también gringo, Oliver Perry, quien recordaría,
por el resto de su vida, la tunda de cachimbazos y patadas que le zamparía su
paisano, el jesuita ortodoxo, reverendo padre Guillermo J. Moore, quién, por
ningún punto, admitía otra congregación salvadora de almas en sus dominios que
no fuera la católica, apostólica y romana. Existía el instituto semioficial, el
Francisco J. Mejía, que después se transformaría en el primer centro educativo
oficial del Valle del Aguán, fundado, entre otros, por Francisco Murillo Soto.
La iglesia católica, a través del padre Moore, no
había fundado todavía el Instituto «Colón», que pasaría a llamarse después como
su fundador, «Guillermo Moore». Para esa época ya había llegado una
congregación de monjas mexicanas del «Sagrado Corazón de Jesús y de los
Pobres». Vivían frente a la casa de Cholina Murillo en la esquina donde hoy
funciona la farmacia de Wladimiro Lozano. En ese tiempo, primer año escolar, ya
existían los dos salones de baile: el Astoria del negro Mingo Urbina (en la
casa frente a las Zelayas, construido después en la casa que le vendiera su
amigo, el novelista, Ramón Amaya Amador) y el Lux, del olanchano Lino Santos.
En esos días, el blanco y negro estaba poniendo pies en polvorosa ante las
películas en cinemascope y tecnicolor que exhibían en el Teatro Gardel de don
Felipe L. Ponce. También había en la ciudad un salón de billar, el de Nulfo «El
Chino» Fúnez, el papá de Tito y Mery. Y cuatro barberías: «Talleres la
Juventud» de Chepe Martínez, la de su hermano Teto «Marañón», la de Beto
Saravia y el singular cheje de Luis Vargas, a veinticinco centavos la pelada
(según rezaba un rótulo de cartón y letras de carbón guindado en el almendro de
la entrada), las otras, cobraban un tostón.
En eso días de tirantes, camisa de coletilla,
zapatos burros de clavo y suela cruda –hechos por el Maistro Orellana o
Alejandro Reyes (mi tío materno) o por Pedrito Zelada– había dos panaderías:
una, la del hindú Anibal Alí «Culí» Mundol y, la otra, «La Reina» del búlgaro
Simeón Elencoff el de Amalia Reyes (padres de Boris, Asen "Quequeo",
Rosa, Soraida y Gilda), enfrente de una de las dos pulperías más fuertes de ese
tiempo: «El sol» de Paco Santos y, a unos pasos, «Los Almendros» del bigotudo
guanaco Jacinto Sorto («apautado» abuelo del poeta Heber) y, en la otra
esquina, la primera gasolinera del pueblo fundada por Pío Santos. Eran el
tiempo en que los Shichiraky, Pepe Bendeck y Omar Culí ponían a temblar al
pueblo con su chalada carrera de motos. Era la época en que los Hananía hacían,
a golpe de músculo, mandarria y fragua, arabescos con el hierro en la casa que
hoy habita Marel, el de Norma la de Moncho Barjum. Eran esas noches en las que
Norma Quesada montaba unas veladas soberbias con cuadros alegóricos; en las que
cantaba Elías Marzuca acompañado por la guitarra de Israel Cacho; en donde Tavo
Soto, con su sombrero a la pedrada y su .45 a la cintura, bailaba tangos con
Celia Guillén y una alumna de la Escuela Normal de Señoritas de Tegucigalpa,
Consuelo Lanza, «vestida con su uniforme de blanca albura», demostraba por
primera vez «en el tinglado paisano» los sensuales pasos de un nuevo baile que
tenía enloquecida a la juventud de la capital: ¡la cumbia! Eran la temporada en
que cualquier desalmado agarraba a cualquiera a tiros por una mano de dados o
por una riña de gallos.
En esos días de agite tras el carro de la Mejoral,
series vaqueras, alquiler de pasquines y escolásticos varazos de tamarindo, el
comercio estaba instalado en la calle El Telégrafo y controlado por árabes de
origen palestino. Las tiendas y bazares más surtidos eran «Las Camelias» de
Salvador Barjúm, «La Muñeca» de Carlos Hoch, «Centro Mercantil» de Nicolás
Marzuca, «Las Tres B» de Emilio Bendeck, «El Paso Texas» de Serapio Bendeck,
«La Victoria» de José Chahín, «Las Maravillas» de Goyo Marzuca, «La Estrella de
Belén» de Toño «Pelón» Hoch (quien todavía no había traído a su prole
palestina: Foad, Luis, Teresa, Lorenzo e ivón) y la tienda de doña Leonor
Mahomar.
No se pensaba, ni por asomo, el surgimiento de
supermercados, mucho menos puestos de comidas rápidas, ni tiendas por
apartamentos. La carne se compraba en «La Marqueta Municipal», el mercado viejo
y había que madrugar para conseguir una buena pieza de cerdo o de res, pues a
la siete de la mañana no había carne ni para remedio. Las verduras las vendían
en la pulpería de Maya Saravia y en la de Leandrita Moya. La leche se compraba,
por botella y en la mañanita, en las casas de Juanita Quesada, Filena Ramírez,
Rosaurita Soto, doña Ada Lozano, Chepita Batres y donde Tío Yaco Núñez, quien
también había instalado un molino de maíz que le hacía la competencia al de
Jacinto Sorto. Las fritangas: la de Lila la de camarada, la de Elena «Tajadita»
y el puesto de Laura, la de Pedro Sorto, expendían sus delicias en el parque, a
la hora de entrada o salida del cine.
Eran veteranas en el negocio –años de mable,
trompo, cáñamo y ronrón– tres farmacias: la «Honduras», de Mauricio Ramírez,
«La Nueva» de Alirio Ponce y «La Botica» de De don Francisco Villafranca y tres
hoteles: «El Yacamán», de Elena Yacamán, «El Norma», de doña Angelita Pastor y
del sacamuelas, Moncho Molina (olanchanos, padres de la Sigfrida Shantall) y
«El Central» de los Zúniga. No se había construido el Centro de Salud ni los
Lavanderos Públicos. Ni había asomado sus narices el teléfono. Había dos Jeep,
excedentes de la Segunda Guerra Mundial, el de Mauricio Ramírez y el de Sixto
Quesada Soto, después traerían aquel carro endemoniado, que se metería a las
cocinas y a los trascorrales, el de Pachico Lozano y un Ford T, que se encendía
con «cranke», el de Quique Lozano, uno de los primeros automóviles de pasajeros
de la localidad y los cacharros de Raúl Pineda y Memo Tubo (que chocaron una
vez en la esquina del cabildo) y el camión de Toya Yacamán (que caminaba cuando
le roncaba el fundillo) y la volqueta negra de la municipalidad que manejaba
don Foncho Urcina y la «culuquita» Ford roja de Jannethe Hoch.
Eran aquellos años en que se podía cruzar a
cualquier hora la tranqulidad de aquella pequeña ciudad de teja, adobe y
bahareque —bucólica y campirana— en tan sólo diez minutos y a pie. Ya había luz
eléctrica y agua de tubo (que no potable). No había carreteras ni pavimento.
Las únicas trochas de terracería (polvareda y lodazal, según el estado del
tiempo) hacia el campo de aviación, Coyoles Central, a El Crucete o a la
Estación de Aguán, allá por la casa de Linito Batallón. Ni se pensaba en la
carretera de «La Culebra» que cruzaría después los cerros de «Briones» y de
«Yaruca» hacia La Ceiba, construida a troche y moche por el ingeniero Juan
Pablo Soto. En esa época sólo se lograba salir al exterior en aquellas
destartaladas chalupas DC 3 de la Sahsa que caían, de tarde en tarde y por
milagro, en «El Arrayán», pista de aterrizaje en el altiplano, arriba de
Agalteca. Se podía salir hacía el puerto de La Ceiba en los trenes («El Rápido»
o «El Local») de la Standard Fruit Company, que se movían a velocidad quelonio
según se les antojara a los conductores.
En tercer grado —primer año, de azulón y coletilla,
en la Escuela Modesto Chacón—, vino el refuego de los liberales. «Pajarito»
visita la ciudad y en esa marabunta vuelve a Olanchito su hijo más destacado,
Ramón Amaya Amador. Cuando mi papá lo saludó, de abrazo y apretón de manos, en
la calle, frente a la casa de Chicho Ruiz, mis nueve años no captaron la
magnitud del hombre que, desde aquel cuerpo de boxeador, nos saludaba, a mí y a
mi primo Lula, zarandeándonos la cabeza. Venía de Argentina, le oí decir después
a mi tío Medardo.
Por ese tiempo comienza a romperse el viejo cascarón del decrépito casco urbano. Nicho Romero Narváez, uno de los mejores alcaldes que hemos tenido, expande la ciudad. Expropia tierra, cabildea espacios ociosos, traza nuevas calles y avenidas, reparte solares (a la pobrería, sobre todo a los campeños de las bananeras), impulsa el urbanismo, desarrolla el sistema de excretas, el de aguas y la electrificación y la ciudad crece de forma rápida y sorprendente. Hasta transformarse, sin perder su esencia, en una comunidad diez veces más grande que aquel recordado Olanchito; especie de tábano al tímpano y rescoldo en la memoria de este nativo de Barrio Arriba, Calle El Olvido, Casa 249, hijo de María Sara Morales Cruz y Eulogio Amado García Cortés, que recuerda, desde sus años de mocoso, a una ciudad que ha ido creciendo, transformándose paulatinamente en el espacio que una vez soñaron sus mejores hijos.
Florencia, Torre de Marfil,
XXIII. IV. MMXVI.
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