LA BIBLIOTECA MAS BELLA DEL MUNDO

Juan Ramón Martínez 

En Barcelona, muy cerca de una estación de Policía, en una calle tranquila de poco tráfico, hay una biblioteca y lleva el nombre de Gabriel García Márquez. Está en la Plaza Carmen Balcells Segala, en el barrio San Martín de Provençals, Barcelona. Aunque las cinco cosas no combinan: Policía, libros, García Márquez, caribe, Latinoamérica, Barcelona, es arquitectónicamente, es un bello edificio. Elena Orte y Guillermo Sevillano, son los arquitectos. Tiene cuatro plantas, las paredes exteriores parecen de madera como las de las casas bananeras de Macondo. En el conjunto parece el lomo de un libro, con los títulos de las más populares obras del nobel colombiano:  en su entorno el edificio rompe el estilo de las edificaciones de esta ciudad que es una de las mejor planificadas del mundo.

Aquí, todo parece estar en su lugar, menos esta biblioteca que sin embarga, está allí y llama la atención. Nosotros, hemos llegado a hacer un reconocimiento como dijo mi hija Elia Mercedes. Es lenguaje militar le digo en broma. No sabía, responde mientras consulta el GPS. Entre la avenida Madrid, donde estamos y el lugar, son 35 kilómetros: en los dos extremos de la ciudad. Ella maneja. “No importa, con esto no nos perdemos” dice muy segura. La ruta es muy cómoda. En momentos, no parece fluir el tráfico. Pienso en los tranques endiablados de Tegucigalpa-- los viernes por la tardes-- o cuando celebra sus cumpleaños algunos de los grandes del régimen, y me rio. Esto no es nada. Algún accidente dogo. No, dice Elia Mercedes, después de ver la pantalla en donde está el mapa desplegado y la ruta clara que seguimos, es que hay cámaras para controlar la velocidad; y entonces, como estamos sobre aviso dice riéndose, enseñándome la indicación preventiva que le envía el GPS, --- todos bajamos la velocidad para que no nos multen--. Aquí el control es muy elevado, la tecnología es cómplice del poder; pero también los ciudadanos pueden usarla para evitar al Gran Hermano de George Orwell. Ya estamos muy cerca, buscare donde estacionar dice y nos bajamos. Ahora en la pantalla de su celular ver el mapa que nos guía, en el reconocimiento del lugar, para un día completo, visitar la biblioteca “más bonita del mundo”.

Caminamos, una cuadra y otra. No encontramos el edificio. Hay que volver a lo antiguo, le digo y saludo a un ciudadano, de más de sesenta años, con el pelo canoso y la mirada fija de los que se asustan cada vez menos por las cosas de la vida que, cuando oye mi pregunta – con voz alzada sin que me dé cuenta, como todos los de mi edad – se le ilumina el rostro: y nos dice, están muy cerca. Nos da indicaciones, que seguimos militarmente. Pero no encontramos la biblioteca. Otra vez, interrogo a una dama, que es más clara: “después del edificio de la policía, hay un edificio de tablas de madera”. Eso escucho y me parece raro, cuando aquí nadie construye con madera, pero como la modernidad también es engaño, creo que debe ser imitación. Y en efecto, después del edificio policial, la bandera de España desplegada a la briza que aumenta el frio, una larga fila de inmigrantes – una hondureña con el pasaporte nacional y otros documentos que he visto en el aeropuerto del Prat al llegar la semana anterior y el rostro asustado que sabe que somos hondureños y quiere sonreírnos porque cree que vamos a agregarnos a la larga fila. Aunque no veo su desilusión cuando nos ve pasar. Me ha bastado la solidaridad de la mirada suya, para que ella y yo nos sintamos bien por un momento. Pocos pasos, allí está el edificio. Este es, dice Elia Mercedes y buscamos la entrada porque hay obreros indiferentes que están colocándole una marquesina metálica, lo que hace que los paseantes no sepan del edificio.

Entramos y todo es luz, retenida por los ventanales de vidrios de los amplios espacios, los libreros, los lectores que descansan en cómodos sillones- Estoy impresionado por la habilidad de los arquitectos. Busco lo que me parece normal: una fotografía gigantesca, -- como el edificio es suyo, lleva su nombre-- de Gabriel García Márquez. Pero no está por ninguna parte. Me desilusiona, pero no digo nada. Entre cuatro mujeres, escojo el rostro más afectuoso. Le pido explicación, ella responde, pero su tono es muy bajo y me toma del brazo, para ir a una especie de falsa salida y me habla en tono normal para mis oídos y me explica, qué puedo ver en cada uno de los pisos. Caminamos, veo los libreros, me detengo en la colección de novela latinoamericana y como siempre, no podía ser de otra manera: no hay nada de Honduras. En otro lugar, saco una edición empastada de El Quijote de Cervantes y los ojeo, buscando la última palabra y me doy de bruces con los comentarios de los censores, uno de los cuales escribió, para justificar la misma expresión de Borges, muchos años después, que le parece un poco largo. Borges dijo que le sobraba a la novela del de Aracataca, “algunos treinta años”. Como siempre provocador, de repente mortificado por el éxito del colombiano; o por los adjetivos de “Cien Años de Soledad” que a los más sobrios anglosajones y escurridizos adversarios de los restos del barroquismo de nosotros los latinoamericanos, le sientan mal de forma natural. Tres hombres viejos, descansan en las cómodas butacas, fuera de lugar apenas emparentados por el silencio, por su silencio, el de los sordos. Quiero decir algo, pero mi hija me dice que estoy en una biblioteca. Creo que esto es un quirófano le susurro, hay que guardar silencio, responde. La veo un poco enfadado porque quiero lucir amistosos con los viejos que dormitan y que posiblemente quieren hablar con un congénere para saber algo del caribe de donde no disimulo que vengo yo. Los han devuelto los gringos que le compraron al gran patriarca. Salimos, buscamos un bar para comer unas patatas bravas. Veo “El Periódico” – me gusta porque esta diagramado de otra manera de forma que parece diferente a los demás, letra más grande -- comemos y salimos. Un hombre viejo de pantalón amarillo,-- raro para su edad -- me ve con afecto. Quiere conversar. Yo no.

El reconocimiento, ha terminado.

El regreso es más fácil. Nos detenemos en el sótano del “cole” para recoger a Alex y a Ema, dos de los tres nietos que viven en Barcelona. Son hijos de Elia Mercedes y Eduardo Goñalons Montaner. Me saluda con cariño natural de niña de once años que le gusta la poesía. Alex se ira con un compañero porque le toca natación, dice la madre y guía de hoy. Y de los días futuros. Nos vamos, regreso a mi habitación a mis libros. El “reconocimiento”, me ha cansado. Además, soy muy mal turista. Mas que los edificios y los lugares, prefiero las conversaciones y los largos silencio de los caminos poco frecuentados me hacen sentir solitario y triste. Como los viejos que fingían dormir en la biblioteca más bella del mundo.

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