ROBERTO SALCEDO Y LA LIBERTAD BAJO LA PALABRA

Marino Berigüete

                   Poeta, escritor

Bogotá, en una ciudad tropical, y en su frio sutil, se siente la urgencia de moverse lento. En la habitación del hotel donde me alojo, mi esposa cambia de canal con la desidia de quien busca algo sin saber qué es lo que le interesa realmente. Sus ojos se detienen al ver una noticia que capta su atención. “Ven, mira esto”, me dice, señalando la pantalla. La noticia habla de un taller de escritura en las cárceles colombianas. Un detalle me sacude: el programa se llama “Libertad bajo palabra”, una referencia involuntaria al título de un libro de Octavio Paz. El poeta, quizás sin saberlo, dejó un legado que resonaría en lugares inesperados, como las celdas de una prisión.

Este programa, al que se le ha otorgado casi un aire de magia, lleva a profesores y talleristas a distintas cárceles del país. Su misión parece simple y brutal: enseñar a escribir. Sin embargo, detrás de esa enseñanza hay algo más profundo y peligroso: la imaginación. La escritura no es simplemente un acto mecánico; es un proceso de liberación que permite explorar mundos internos y externos cuando el espacio físico se siente limitado. En ese sentido, el lenguaje se convierte en un motor de libertad, un modo de correr cuando no hay espacio para moverse.

En mi mente se dibuja la escena: un aula improvisada, donde, una vez por semana, un grupo de veinte hombres se sienta frente a un profesor. Para muchos de ellos, la escritura ha sido hasta entonces un acto marginal, reservado a la firma de documentos judiciales o a escasas anotaciones en un papel. Sin embargo, al enfrentarse a una hoja en blanco, estos hombres deben someter la sintaxis, las palabras, a un nivel de disciplina que han olvidado en las sombras de sus celdas. Esto no es únicamente un ejercicio de escritura; es un enfrentamiento con el miedo, con la memoria y la posibilidad de existir en otro tiempo, en otro cuerpo, en un destino alternativo.

Algunos de estos hombres escriben sobre su infancia, reviviendo recuerdos que habían creído enterrados, mientras que otros optan por externalizar el sonido del hierro al cerrarse las puertas, la espera interminable en las audiencias judiciales, e incluso el miedo que se adhiere a sus pieles como una sombra. Descubren que la palabra, lejos de ser solo un arma que les condujo a estar allí, se transforma también en una puerta. Cada palabra bien construida se siente como un ladrillo menos en el muro que los encierra, un pequeño acto de resistencia frente a la opresión.

Al finalizar el proceso, se publican los mejores textos en un libro titulado “Fuga de tinta”. Aquí no solo se encuentran antologías de relatos, sino también testimonios disfrazados de ficción. La verdadera esencia de este trabajo no radica en que sus nombres figuren en la portada de un libro, sino en que hallan algo más arduo: una voz propia. En este ejercicio colectivo y personal, los hombres comprenden que lo que han vivido no es solo una historia de pena, sino un ensayo de arrojo, un testimonio tangible de su existencia.

Me los imagino en sus celdas, con la mirada fija en una hoja en blanco, como si se enfrentaran a un mapa que aún desconocen. Cada frase tejida es un acto de valentía, un movimiento audaz en el que se parece más a un escultor que a un recluso, usando su lápiz como una herramienta para pulir sus pensamientos y sus sentimientos. En un espacio donde el tiempo parece estancarse, la escritura les ofrece la oportunidad de escapar, aunque sea en imaginación.

Es un ejercicio de resistencia. De rebelión. Porque vivir en Colombia, donde la cárcel puede ser más que solo un edificio, se convierte en un acto de desafiar las narrativas ajenas que han tratado de reducir su existencia a un mero número de expediente. En este país, donde la falta de oportunidades geográficas y económicas se traduce en muros invisibles, escribir es, tal vez, la única forma de caminar sin cadenas.

Sin embargo, no es solo el acto solitario de escribir lo que transforma la experiencia. Hay algo más vital que ocurre cuando otro lee esas palabras, las convierte en un eco que resuena en la conciencia colectiva. Algunos hallan en la escritura un refugio, un lugar donde las emociones pueden fluir sin temor al juicio. Otros encuentran un espejo que les permite observarse en sus debilidades y fortalezas. Para muchos, es la primera vez que alguien les pregunta, no solo qué piensan, sino quiénes fueron antes de que su vida se simplificara a los confines. Aquella mirada inquisitiva hacia el interior es un paso hacia la redención, un abrir de caminos que, hasta entonces, parecían cerrados.

Un hombre que escribe su historia no es el mismo que vive sin cuestionarla. En el acto de escribir, algo cambia, se fractura en la monotonía de una vida disfrazada de fatalismo. En esa grieta, insisto, comienza a germinar la libertad. La escritura, en este sentido, actúa como un antídoto contra la resignación, como un espejo que refleja no solo lo que han sido, sino lo que pueden llegar a ser.

En estos momentos surge la reflexión sobre mi propia realidad, en la República Dominicana. Con el reciente nombramiento de Roberto Salcedo hijo en el Ministerio de Cultura, pienso que tal vez es el momento propicio para mirar más allá de nuestras fronteras y aprender de experiencias que han demostrado ser efectivas. Este programa en Colombia lleva más de diez años y ha demostrado que la escritura puede ser un vehículo de transformación profunda, un canal para reestructurar identidades que han sido fragmentadas por la violencia y la injusticia.

Este programa no solo brinda una salida creativa; es, en su esencia más pura, una invitación a reimaginar la vida desde adentro hacia afuera, un acto revolucionario que da voz a quienes están condenados al silencio. En ese sentido, la escritura se convierte en un símbolo de esperanza, una manera de recuperar la humanidad en un mundo que a menudo parece decididamente desprovisto de ella. La magia de escribir en un espacio carcelario radica en que, a pesar de las limitaciones, el acto de dedicar tiempo a convertir pensamientos en palabras es una forma intensa y visceral de reivindicación. Y ahí, en esas palabras, reside la verdadera libertad.

Siempre he creído que replicar las buenas prácticas es un ejercicio esencial para el crecimiento cultural y social. La cultura debe ser algo más que un festín de luces y discursos vacíos; debe ser una herramienta de transformación, un puerto seguro para aquellos que buscan visibilizar su humanidad en un mundo que a menudo los olvida. En este sentido, me aferro a la esperanza de que este artículo llegue al equipo del nuevo ministro, a quienes sostienen el poder para generar cambios significativos en la vida de las personas. Les insto a que presten atención a “Libertad bajo palabra” y reconozcan que en un país donde la cárcel no siempre está hecha de barrotes, sino de apellidos, barrios y oportunidades negadas, la escritura puede ser el camino, la única forma de hallarnos entre las palabras.

La verdadera revolución comienza cuando se le da voz a quien se le ha arrebatado el relato de su vida. En ese acto de escribir, cada hombre y cada mujer se convierte en protagonista de su propia historia, escarbando en su interior para encontrar las palabras que, como semillas, florecerán en nuevas realidades. Esta creación literaria, lejos de ser un simple acto de resistencia, es la materia de la que se tejen los lazos más profundos de la existencia humana. Es en el instante en que se comparte una historia, en que se revela la vulnerabilidad, donde las cadenas invisibles comienzan a desvanecerse.

Imaginen, por un momento, a un recluso que, tras años de silencio, encuentra el coraje para poner en palabras el dolor de una infancia perdida. A medida que sus letras cobran vida, comienza a reconstruir su identidad, renunciando a la etiqueta de criminal para reclamar su lugar como ser humano, como un hijo, un padre, un soñador. En el eco de su escritura, su voz resuena más allá de las paredes, convirtiéndose en un puente hacia aquellos que los rodean y recordándoles a todos que, detrás de la condena, habita una historia digna de ser contada.

Así mismo, cada página escrita en “Libertad bajo palabra” es un acto de amor hacia un futuro incierto, una invitación a explorar caminos nuevos, a buscar la esperanza que, por momentos, parece esfumarse en un mundo que los ha relegado. Esta es la fuerza de la palabra: el poder de sanar las heridas más profundas, de romper con el ciclo de la violencia y la desesperanza, y de transformar no solo las vidas de quienes escriben, sino también las de aquellos que escuchan sus historias.

Por tanto, si los peores momentos de nuestras vidas nos convierten en lo que somos, también es posible que las palabras nos liberen, que nos permitan soñar con nuevas realidades. Es en esa búsqueda, en ese trazo de tinta que marca el papel, donde la humanidad encuentra su reflejo más sincero. La escritura se transforma en una conversación entre el pasado y el futuro, un diálogo necesario que invita a la reflexión.

Al final del día, quienes se atreven a escribir desde la prisión, desde una experiencia de sufrimiento, nos recuerdan a todos que vivir es un acto de valentía. Que cada historia, por dolorosa que sea, tiene el poder de romper silencios y redimensionar realidades. La verdadera libertad, la que se gesta desde dentro, no puede ser contenida por muros físicos, porque las palabras son alas que nos llevan más allá, un canto que resuena en la eternidad de lo humano. Y así, entre las letras, entre las historias y las voces en las prisiones, encontramos una verdad incontestable: todos somos capaces de volar, incluso desde los rincones más oscuros de la existencia. En este acto de creación, en esta búsqueda de significado, reside la chispa de la esperanza, la promesa de que, a pesar de las circunstancias, siempre es posible hallar la luz en la penumbra.

Hasta el próximo artículo…

Bogotá

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