LO QUE HACE EL AMOR: MEMORIAS

Anales Históricos 

Tito Ortiz


Mi mente se remontó a 1968. Al fin tenía a Gilda. Yo nunca había trabajado, tenía 20 años, ahora había que hacerlo. El dinero que había obtenido por la venta de mis sacos sport se había acabado, se los había vendido a Jorge Berlíoz, solo él como músico podía comprarme un saco rojo de corduroy o uno camuflajeado. Se los vendí en L.30.00 cada uno. Lo mejor de todo es que teníamos la misma talla.

Como la navidad estaba cerca, se me ocurrió pedirle a mi tío Moncho Chicharrón, que era un artista, que me hiciera diseños navideños cortados en cartoncillo para poder rociarle encima nieve en spray y decorar las ventanas de las casas. Me iba de casa en casa a las Lomas del Guijarro y vendía las decoraciones navideñas en Lps.15 cada una. Tenía diferentes figuras, como un trineo halado por los renos, una hoja de pascua, una corona con chongo y por supuesto “Merry Christmas”.

Para tener más ingresos la siguiente navidad (1969), recomendado por mi suegra, conseguí un crédito de L.200.00 con “Arte Mineral” de Mr. Eugenio King Freeland. Él tenía montado un taller de pulido de piedras de río como pedernales, en su casa de habitación en Las Torres, carretera al batallón. Pulía las piedras y tenía montaduras de fantasía para hacer llaveros, pulseras, aretes y collares. También pulía el vidrio, así, de un bote rosado de Pepto-Bismol sacaba un precioso coral, y de un bote del purgante Laxol, conseguía un lindo Lapis Lázuli.

Él había sido piloto de SAHSA y no hablaba español. Ofrecía yo las joyas como un regalo bonito y económico a las amas de casa para obsequiarlas en navidad a sus choferes y empleadas domésticas. Me fue muy bien pues vendía las joyas al doble de lo que me costaban. Me hice cliente de Mr. Freeland. Pero en enero las ventas se me fueron abajo.

Lo que yo necesitaba era un trabajo fijo. Así empecé a trabajar con Jardines de Paz Suyapa, vendiendo lotes del cementerio. Vendí 13 lotes, pero la comisión era muy baja. Cada lote valía Lps.800 si la venta era al contado me pagaban L. 40.00, y si era al crédito me pagaban L. 25.00.

Tenía que ser independiente para ganar más, así me convertí en guía de turistas. La agencia de viajes Copán Tours me conseguía los turistas y yo les daba una gira por la ciudad, con una duración de dos horas y media. Los llevaba al mercado de Comayagüela, pasábamos despacito, para que los turistas pudieran observar las ventas de frutas en sus canastos y muchas cosas pero no nos bajábamos. Íbamos al Monumento De la Paz como mirador de la ciudad. Los llevaba a El Picacho, me preguntaban cómo se llamaban ciertos árboles o pájaros y yo me tenía que inventar nombres para mencionarlos como que los sabía, ya que como Guía de Turistas tenía que saberlo.

Una vez que era Thanksgiving, cuando pasábamos frente a la residencia del embajador de los Estados Unidos, en la colonia Viera, uno de los cuatro turistas que llevaba, dijo que era tradición que los americanos en el extranjeros estaban invitados a comer pavo en su embajada. Me tocó esperarlos horas junto con los otros choferes que también esperaban.

Otra vez me tocó llevar una pareja a Comayagua. Yo estaba feliz porque iba a ganar más por el viaje. Ya en Comayagua, cuando me vieron preguntando por la dirección del museo, (Yo no conocía Comayagua) se molestaron y le dieron la queja a don Oscar Diaz, que era el propietario de la agencia de viajes.

Yo quería un trabajo en oficina, así como trabajaba la gente grande y yo ya tenía 20 años . Entonces fui a ver a mi amigo de la infancia, aunque me llevaba unos ocho años, el arquitecto Juan José Pino. Él era el gerente del INVA, Instituto Nacional de la Vivienda, me dijo que como estábamos a finales de año ya no había presupuesto, que regresara en enero. Le pregunté que como en qué fecha, como el quince me dijo. Le pregunté qué a qué hora. Como a las once me dijo sonriendo. Desde ese momento comenzó la cuenta regresiva en mi cerebro, esperando el quince de enero a las once de la mañana.

Cuando la cuenta regresiva llegó a cero, allí estaba yo en la oficina de mi amigo esperándolo. El me hizo entrar y me explicó que no había vacantes. Sentí que la tierra me tragaba. Le rogué porque me quería casar. Entonces el llamó a los siete jefes de departamento y les dijo así: este joven, muy amigo mío, necesita trabajar. Yo sé que no hay vacantes, pero si uno de ustedes le puede ayudar, se lo agradeceré. Uno de ellos dijo que podía crear un puesto para mí: Investigador Social, pues estaban construyendo la colonia Kennedy la gente era tan humilde que había que enseñarles cómo vivir bien. El sueldo sería de 225 Lempiras al mes. Este jefe de departamento se llamaba Rubén Mondragón quien después fue Ministro de Economía y suegro de Claudia, la hermana de Gilda. Ya tenía trabajo en oficina. Me llevaron a una pieza en donde había seis escritorios.

Mi Trabajo en el INVA

La colonia Kennedy se construyó en una parte del Hato de En medio, propiedad de los Agurcia. En 1963, teníamos quince años y acostumbrábamos en vacaciones ir a montar a caballo. Íbamos Juan Agurcia, Jorge Hernández (Lechuga), Héctor Medina, Marco Mendieta, Ernesto Bondy, Mauricio Villeda, Julio Cantero, Roberto Lazarus, Rolando Rodríguez, Napoleón Pineda, Roberto Fiallos, Anzoni Gómez, Roberto Paredes y otros.

Volviendo a la pieza con seis escritorios, me asignaron uno que tenía el vidrio quebrado, y una gaveta con un agujero donde antes había estado un llavín. Esto quedaba en el barrio Guanacaste. Se me acercó un tipo bajito, delgado, con el pelo liso y peinado como Antonio Banderas. Me preguntó que si me gustaría tener un escritorio nuevo y aire acondicionado. Le dije que sí. Entonces firme aquí, me dijo.

Al ratito llegó Juan José, con un saco sport finísimo y llamándome quedito me dijo: Beto, Beto pst pst y me sacó al patio interior del inmueble, poniéndome un brazo alrededor del hombro mientras caminábamos, me explicó que andaban recogiendo firmas para formar un sindicato, y yo ya había firmado. Bueno, me dijo, no te preocupés, pero de ahora en adelante tené cuidado con esta gente me susurró, hay buenas personas pero también hay malos. Me trasladaron a la colonia, la entrada era a las ocho de la mañana, pero aprovechando que mi papá me diera jalón, llegaba a las siete. Los compañeros de trabajo me dijeron que no había necesidad de llegar tan temprano. Que yo podía llegar a la hora que quisiera porque ellos tenían un truco para falsificar las tarjetas de entrada. Que me iban a arreglar la mía. Trabajé toda la mañana caminando por toda la colonia, visitando a los nuevos dueños (pagaban una cuota de 28 Lempiras mensuales), regresé a la oficina y estaban todos los empleados temblando. Cuando me vieron me dijeron: ay Roberto, allí esta el arquitecto con las tarjetas de entrada en las manos, y nosotros por quedar bien con usted, ya le habíamos arreglado la suya y esa también la tiene en la mano. Que vergüenza sentí.

Sabía que si seguía trabajando allí, no me iba a poder casar. Ganaba muy poco. Alguien me dijo que el futuro era estudiar programación de computadores. IBM estaba dando cursos gratis de RPG 360/20 así que me matriculé. Al final del curso (yo ya sabía que no entendía nada) me aplazaron. Me matriculé de nuevo.

Gilda me presentó un tío de ella que trabajaba en el Banco Central. Me dijo él que cuando iba en el elevador del banco, oyó decir al gerente, que iba a mandar un muchacho para que lo entrenaran en Rivera y Cía. Que porque no aplicaba yo, pues parecía que había una oportunidad. Fui a una entrevista, dije la verdad, que estaba tomando un segundo curso de computación, aunque no aclaré que era el mismo curso. Me hicieron una batería de tests de aptitud y personalidad y me dieron el empleo al decir yo que un señor del banco me había dicho que fuera. Yo no me acordaba del nombre del tío de Gilda, y el gerente de Rivera y Cía. Creía que el gerente del Banco Central me había enviado. Rivera y Cía. Estaba tratando de venderle una computadora al banco. Me iban a pagar Lps.450 al mes. Eso fue el 15 de julio de 1970, el 7 de agosto nos casamos.

Ahora venía el entrenamiento en Detroit, Michigan.

El mejor de la clase de computación.

Mi jefe en Rivera y Cía. Rigoberto Girón Soto, el mejor vendedor del mundo para mí. Hombre alto, galán, vestido siempre elegantemente y educadísimo en sus maneras y especialmente en su forma de hablar, me dijo: Roberto, olvídese de todo lo que aprendió en IBM porque nosotros somos la competencia, Burroughs, y va aprender todo nuevo. Yo suspiré de alivio, era como un milagro. En octubre salí para Detroit, Michigan. Estaba heladísimo y el hotel quedaba a dos cuadras del centro de entrenamiento. No tenía la ropa adecuada y me moría del frío. Esperaba yo ver la computadora, que me enseñaran como se encendía etc. Nunca vi una computadora durante el mes que estuve allí. Todo era análisis de datos en el escritorio. Se formaron cuatro grupos de estudio, no se notaba que yo no estaba entendiendo nada. Era horrible.

Había llevado joyas de Arte Mineral para venderlas en alguna joyería como Honduran Stones. En todas las joyerías me rechazaban y me veían raro. Entendí después al ir a una tienda económica de Woolworth’s y ver las maquinitas para pulir piedras, y bolsas de piedras pulidas igualitas a las que yo andaba por $2.50. Entonces decidí obsequiarle al instructor algunas piezas, mientras le decía que mi trabajo dependía del resultado del curso. Él me dijo que no me preocupara, que iba a decir que yo había sido el mejor. Yo me reí, no le creí.

A mi regreso a Honduras, al entrar a Rivera y Cía. Que era una tienda de departamentos, Caridad, la cubana a cargo de Kodak me saludó así: Felicidades Roberto. Avancé y pasé por muebles de oficina y cuando Campoy el español me vio me gritó con su acento: Felicidades Roberto. Pasé por equipos de sonido Akai y Rolando Agüero Neda me dijo amablemente: Felicidades Roberto. Yo estaba intrigado de que porqué todo el mundo me decía felicidades, y llegué a la conclusión a mis 22 años de que cuando una persona regresaba de un viaje, se le decía felicidades. En el camino me encontré con el excelente Técnico Moncho, con el gran vendedor Óscar Dávila, con Don Joselín, con Ronaldo, con Fontecha, Angel, Oswaldo, con Roberto de la droguería, con don Juan Moncada, jefe de personal y don Roque Rivera y al fin llegué donde don Rigo, mi jefe, le extendí la mano para saludarlo y el diciéndome "no" moviendo para los lados el dedo índice de la mano derecha y al mismo tiempo abrazándome me dijo: Felicidades Roberto. Con un ademán me indicó que me sentara y se dirigió a su archivo, abrió la gaveta de arriba y sacó una hoja de papel, era un cable de la Burroughs, diciendo que habían vendido dos computadores a Nassau en las Bahamas y que no tenían personal disponible para su instalación. Preguntaron al instructor del último curso en Michigan y él dio mi nombre. Querían que yo las fuera a instalar. Mi jefe me dijo: que oportunidad, que oportunidad más buena Roberto. Yo solo sentía una revoltura en el estómago y unas ganas perras de ir al baño. Me enfermé del estomago por tres días, tiempo en el que según yo, iba a meterme todo el manual de lo que no entendía. Cuando regresé al trabajo mi jefe estaba con la cara parada. Les urgía la instalación y mandaron a otra persona.

Pensé estudiar bien el manual mientras venía la computadora.

Pasaron meses y meses y la computadora no venía. Salió un nuevo cliente: La Empresa Nacional de Energía Eléctrica.

Cuando al fin vino, la caja en donde venía la dejaron a la intemperie, llovió, se mojó y se arruinó.

A los técnicos los habían mandado a estudiar a Brasil por seis meses y por más que intentaron encenderla, no encendía, no le entraba corriente. Turcios trabajaba 8 horas diarias en las oficinas de la E.N.E.E, por el Centro Social Universitario, yendo para Suyapa en un local grande con aire acondicionado que era un requisito indispensable para el procesador central, que era como del tamaño de una refrigeradora de 10 pies. Un día, después de quitar la tapadera que cubría los circuitos integrados, me ofrecí a ayudarle y sin querer, tope con la tapadera, esta se deslizó y cayó rozando todos los circuitos integrados, quedando una marca como un caminito por toda la tabla, a Turcios se le paró el pelo, literalmente, y me dijo, ¡ROBERTO!!! ¡Ay Dios Mio!!! Espérese, vamos a ver si pasa corriente, necesitamos el osciloscopio, yo aterrorizado como estaba, agarré un bus y me fui a Rivera a traer el osciloscopio, rezando todo el camino. Lo probaron y si pasaba la corriente. Cuando don Rigo presionaba a Turcios, él me chantajeaba y decía: ¿Será por aquello Roberto?

Mientras tanto José Antonio Barahona, que era nuevo y yo entrenábamos al personal de la ENEE que iba a estar a cargo, yo les traducía el manual y ellos entendían. Pero la computadora no trabajaba y nunca trabajó.

Fumigación

Hoy me fumigaron la casa. Todo es modernísimo, no hay olor. Inmediatamente mi mente se remontó al pasado. El 15 de Julio de 1970, conseguí mi trabajo en Rivera y Compañía como Analista de Sistemas.

El 7 de agosto del mismo año nos casamos. Teníamos 22 años de edad. Todo era felicidad. Gilda era bella, excelente cuerpo, excelente piel. Era como un flan para mí. Siempre me encantó el flan. Era mi mujer ideal en todos los aspectos. Ella era como la mujer que siempre había soñado para casarme, era alegre, honesta y trabajadora, compartíamos todo. Nunca salí solo, nunca volví a ver a nadie más (bueno, solo a veces) la amaba con todo el corazón.

Alquilábamos una casita miniatura, atrás de la casa de mi papá, en 80 Lempiras mensuales en el barrio Buenos Aires. La casa era humilde pero entre los dos la pintamos y arreglamos, pusimos linoleo en el comedor, en la sala una alfombra azul marino, gruesa y bonita , con unos muebles nuevos forrados en dorado con tela brocada. Los muebles del comedor, con sus ocho sillas y chinero de madera San Juan, sin tornillos. Forramos de azulejos pequeños el lavatrastos, no quedó tan bien, pero mejor que antes. Quedó bien bonita, era nuestro hogar.

Gilda ganaba L. 500 de sueldo al mes y yo 450. No me sentía mal de ganar menos que ella porque acababan de pasar la película “Love Story” donde Ryan O'neall ganaba menos que la esposa porque estaba estudiando en la universidad, y yo estaba estudiando en la universidad por las noches. Así que se valía.

En la noche, cuando yo regresaba de la universidad Gilda estaba en la puerta de la calle esperándome. Ella a la salida del trabajo se iba a la casa de su familia en la Primera Avenida de Comayagüela, a esperarme y cuando yo regresaba nos íbamos juntos para nuestra casa. Tenía yo unas cuñadas guapísimas, hasta en eso tuve suerte. El clima era súper helado. Para dormir poníamos una resistencia del tamaño de un ventilador. Gilda (nos pusimos “Cora” de apodo, de corazón) por las noches hacía que yo le pusiera mis calcetines que había usado durante todo el día porque los pies se le ponían helados. Ahora ni loca se los pondría, le daría miedo de un hongo creo yo. Usábamos el mismo desodorante para las axilas, marca Valet y la palabra asco no existía entre los dos. Yo creo que eso si perdura. Pues bueno, una noche, ya tarde, preocupado por los pagos del mes, no me podía dormir. El sueldo de los dos no nos ajustaba. Viendo hacia el techo, vi que había un cucaracha, y pensé: ¡Y todavía tenemos que fumigar! Inmediatamente me levanté y fui a buscar un catálogo de Sears, busqué bombas para fumigar, eran económicas. A mí me pagaban mi sueldo en el trabajo cada 10 días, me salían como L.150 menos las deducciones. Ese día tomé la decisión de hacerme fumigador. Tener un segundo trabajo. Empecé a hacer llamadas a todas las compañías de fumigación para aprender. Las llamadas eran algo así: Acabo de fumigar mi casa y no me funcionó. Quisiera volver a fumigarla pero me gustaría saber que venenos usarán. Ellos, en la primera llamada me dijeron que usaban una parte de Diazinon 60 y otra parte de Nuván que era bien fuerte. En la segunda llamada dije que había usado lo anterior y que no me había funcionado. Entonces me preguntaron que si le había echado al tanque de la bomba media taza de jabón en polvo, que se hacía eso para que el veneno se adhiriera a las paredes. Entonces llamé a otra compañía y dije que había usado los venenos más el jabón pero no me había funcionado. Entonces me preguntaron si le había echado al tanque dos cucharadas soperas de azúcar, que a los animales les gustaba el dulce. Empecé a preguntar qué cuanto me cobraban por fumigar una casa de dos, tres y cuatro dormitorios. De esa manera comenzamos nuestra compañía de fumigación.

Volviendo a aquellos tiempos, para mí era como jugar de casita, de mamá y papá. Traté de adquirir gustos nuevos en la música. Dejé el rock, porque ya me sentía “señor” y ahora solo oía música instrumental. Traté de relacionarme con parejas casadas jovenes. Al casarme decidí no llevarme el carro de mi papá, y mi madrina, la mamá de Marco Álvarez me prestó L. 500 para comprar un Chevrolet del 51. Nunca me falló el "blue jean", le decíamos así porque era color azul marino, azulón-blue jean. Todo era de segunda mano, la estufa, la refrigeradora, la televisión, la lavadora de ropa, que la necesitabamos tanto pues en ese tiempo no existían los pañales desechables y Roberto Armando mi segundo hijo, que nació al año de casarnos, tenía seis docenas de pañales para lavar. Esos pañales los compré en los Estados Unidos y para no pagar exceso de equipaje los metí en la saquera. Pesaban un montón y me fui arrastrando la valija (no tenían llantitas las valijas como las de ahora) y cuando ya estaba casi enfrente del mostrador la levanté con un dedo, como fingiendo que no pesaba nada, y al mismo tiempo que sentía un gran dolor en el dedo el gancho de metal se iba estirando y perdiendo la curva. Quedó recto y se zafó del dedo enfrente de la señorita de los boletos. Me la admitieron gracias a Dios.

Para ir a trabajar compré dos trajes en la sastrería Montero. Según yo iba a andar elegantísimo y cuando iba en el busito, el cobrador andaba un pantalón con mi tela. Tenía un compañero de trabajo, menor que yo. Se llamaba Ángel. Un día en la mañana Don Roque Rivera, el mero dueño de la compañía, se acercó a mi compañero y le dijo quedito: Ud. va para arriba. Qué envidia me dio y como a la hora llegaron dos conserjes y cargando el escritorio se lo llevaron para el segundo piso, para arriba como dijo Don Roque. Pero volviendo a la fumigada, primero probé en mi casa y funcionó. Hicimos tarjetas de presentación que decían Fumigadora Ortiz, Eficiencia, Responsabilidad y Economía con letras doradas. En poco tiempo llegué a tener 60 clientes. Solo fumigaba los fines de semana, cuando era urgente días de semana a medio día, en la hora del almuerzo. Los cines Clamer y Variedades hasta después de la segunda tanda, a las once de la noche para que al día siguiente no hubiera mal olor. Llegué a ganar más con la fumigada que lo que ganaba en todo el mes en Rivera y Compañía. Aprendimos con Reniery mi hermano, que era mi asistente, que las paredes empapeladas no se deben fumigar, pues el papel se arruga. Para tapar la pared arrugada hasta un metro para arriba tuvimos que cambiar de posición los muebles de la sala de la casa fumigada. Con miedo esperamos que llegara la dueña de la casa y al ver el cambio exclamó: Hey, y decoradores también! Al año siguiente que fui a fumigar, los muebles seguían en el mismo sitio.

Mauricio Villeda me pidió prestada la bomba, ya era 1972, y me acompañó para ver cómo se fumigaba. La cliente se llamaba Lupita Corea, esquina opuesta al parque Finlay. Vimos un ratón debajo de un chinero, inmediatamente le expliqué a Mauricio que el veneno solo era para cucarachas o animales pequeños. Pusimos el pitón en chorro grueso con presión, no con lluvia para bañarle la cabeza y atontarlo mientras le pegábamos con el palo de un trapeador, hasta que una empleada gritó: la tortuga de doña Lupita! La cabeza parecía de ratón. La tuvimos que bañar en la pila. Sobrevivió. Las trabajadoras me adoraban, me invitaban a salir, me veían como un empleado de la fumigadora. Hay más que contar pero ya no aguanto el sueño.

Capitulo 10

Me imagino que las dueñas de las casas les pedían a las empleadas que no me dejaran solo. Eso era fácil de solucionar, solo me ponía la máscara y viéndolas a ellas les decía: ojalá que no les pase nada con el veneno. Salían a gran velocidad de la casa y yo ya podía curiosear a mis anchas como vivía la gente rica. Las patronas junto con sus mascotas habían huido desde temprano.

En la casa de Sofía castañeda, estaba su madre postrada y de edad muy avanzada. Con una voz que daba miedo, temblorosa llamaba a la muchacha así: Glooorriiaa, Glooorriiaa y a Gloria le valía por estar platicando conmigo. Entonces yo le decía a la muchacha: la llaman. Y ella haciendo un gesto de desdén con su cara, al mismo tiempo que movía y su mano derecha en círculos me decía: no le pare bolas, invitándome a un baile el sábado por la noche en El Piligüin, arriba del Hatillo.

Carlos D’arcy me llamó un día y me contó que había construido un apartamento, lo acababa de pintar y me preguntó si yo daba el servicio de pulir pisos. Le dije que por supuesto. En mi vida había pulido uno. Pero pensé que podía hacerlo. Conseguí prestada una máquina enorme, con un gran cepillo circular que rotaba a gran velocidad controlado por un par de manubrios para la velocidad, el encendido y el apagado. Si yo presionaba los manubrios hacia abajo, la maquina doblaba a la derecha. Si los levantaba doblaba a la izquierda. Compré cera para pastear carros y el domingo temprano estaba listo para pulir los pisos del apartamento. No sé de adonde saqué que la maquina era como una aspiradora. El piso estaba lleno de aserrín y no lo barrí porque la maquina lo iba a aspirar según yo. Con el dedo comencé a raspar la pasta de la lata y a tirarla distribuyéndola sobre el piso encima del aserrín y listo para empezar con la máquina. La encendí y la puse sobre los bultos de pasta con el aserrín y a la velocidad de una bala comenzó a tirar bojotes bien mezclados por todas las paredes recién pintadas de blanco. En ese momento entró doña Elsa, la mamá de Carlos y horrorizada me preguntó que si sabía lo que estaba haciendo, yo le pedí trapos para limpiar pero quedaban manchas de grasa. Le dije que mejor iba a regresar al día siguiente. La máquina era 110 y en Tegucigalpa era 220. Cuando fui a desconectarla del transformador este apestaba a quemado y estaba como derretido. Al día siguiente llamé a Carlos y él me dijo que me despreocupara, que por “casualidad” alguien había pasado por enfrente y ya estaba hecho el trabajo. Carlos siempre fue un caballero conmigo y hasta la fecha lo es.

Dejé de fumigar porque me trasladé a San Pedro Sula con un buen trabajo. Ya no necesitaba fumigar. Nunca me imaginé que ocho años después me iba a tocar hacerlo al quedarme sin trabajo. Pero esta vez lo acompañé con la venta de guaro en los expendios de aguardiente de la carretera a Cofradía y los Topo Gigios (cool aid congelado en bolsitas plásticas) que Gilda los anunciaba así: Topo Gigios con agua de San Pedro que no enferma. Colorín Colorado….

Comentarios

  1. Que bellos recuerdos mi querido Juancito, mi primo hermano, un día me animo y también escribiré, comenzando cuando me ponías en los zancos del agua potable de Olanchito, te quiero mucho! 🙏😇🫶

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  2. He disfrutada a lo grande toda esta historia con una narrativa que casi sentía que estaba presente, me reí mucho de lo intrépido, pero siempre encontraba que hacer y el objetivo principal era casarse con su flan. Muchas gracias por escribir esta magnífica historia, me encantó muchosimo

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