EL GOLPE MILITAR DEL 21 DE OCTUBRE DE 1956
Miembros de la Junta Militar, Roque J. Rodríguez, Roberto Gálvez Barnes y Héctor Caraccioli.
Juan Ramón Martínez
El sábado 20 de octubre de 1956, en horas de la tarde cuando los jefes militares de la capital – Roque J. Rodríguez, Director de la Escuela Militar Francisco Morazán, Héctor Caraccioli y Armando Flores Carias, comandantes de la Fuerza Aérea y del Primer Batallón de Artillería – le solicitaron entrevistarse con el Jefe del Estado Julio Lozano Díaz|, no le sorprendió. Pese a los rumores circulantes, especialmente los que se originaron en el hecho que el 7 del mismo mes, había ganado las elecciones y tendría mayoría absoluta en la Asamblea Constituyente que se reuniría el 1 de noviembre próximo y era inevitable que lo eligieran Presidente de la República por un periodo de seis años. Estaba alerta ante los rumores sobre la lealtad de Abrahán Williams Calderón, la postura del general Carias Andino y le disgustaba mucho la campaña internacional que en su contra libraban los liberales, acusándole de haber montado un fraude vulgar y salvaje, para ganar las elecciones del mencionado 7 de octubre anterior. Y no dejaba de inquietarlo las quinielas que circulaban sobre que Williams Calderón sería nombrado vicepresidente en vista que Lozano exhibía una salud muy precaria e inestable.
Los recibió con
una mezquina sonrisa en el despacho presidencial a las 2.05 de la tarde. Le
informaron, sin mayor preámbulo, que había un movimiento subversivo de algunos
militares para deponerlo del poder. Le dieron la fecha de la revuelta: el 26 de
octubre próximo. No le dijeron quiénes eran los subversivos. Pero Lozano supo
que Armando Velásquez Cerrato tenía algo que ver en el asunto. Y ellos también,
porque Velásquez Cerrato, les había abordado proponiéndoles un levantamiento armado
en contra de Lozano y que tendría como finalidades hacer una revolución en
Honduras. (Carta de Armando Velásquez Cerrato, en Los Culpables de Lucas
Paredes, págs. 217—221).
Por eso lo había
expulsado del país, aunque para evitarlo se fingiera enfermo y hospitalizándose
durante algunos días en el Hospital Viera. Le sugirió el general Roque J. Rodríguez,
-- el más veterano de sus visitantes y el vocero del grupo -- que, para frustrar
el movimiento sedicioso, le pedían la autorización para llevar a cabo el
domingo 21, “un desfile militar y algunas maniobras que impresionarían a
quienes intentaban cambiar el estado de cosas, así como proceder al desarme de
todos los civiles” (Lucas Paredes, Los Culpables, citado por Mario Argueta,
Julio Lozano Díaz: el poder y la reacción, pág. 85).
Pese a sus
habilidades, Lozano no recelo de la petición, que no dejaba de ser extraña por diversas
razones. La primera de ellas es que la cita para que les recibiera no se
efectuó por los canales normales, sino que los tres militares utilizaron la
intervención del canciller Esteban Mendoza. Que según Pituro Sagastume, --un
periodista, partidario de Lozano y muy influyente en la radiodifusión
capitalina-- era “tan deficiente en el desempeño de sus funciones diplomáticas
que se había enemistado con todos los embajadores de Centroamérica acreditados
en Tegucigalpa”, con lo que el gobierno de Lozano había perdido una importante
fuente de información necesaria para el sostenimiento de su gobierno. (Paredes,
pág. 216).
Resulta igualmente
extraño que don Julio Lozano no haya estado durante la cita, acompañado de
ningún militar de su confianza inmediata; y que el haya accedido tan fácilmente
a una petición que, cualquiera persona sabe que una institución seria como
pretendían ser las Fuerzas Armadas, nunca efectuaría un evento importante como
un ejercicio militar que requería mucha preparación, con solo un día de
anticipación. Y que de consiguiente solicitaran con tan poca antelación el
permiso respectivo. Además, Lozano, sabía que Armando Velásquez Cerrato contaba
con algunos seguidores entre los militares y que, además, era probable que
hubiera quedado algún sedimento de la emboscada que le tendieran los liberales
y los estudiantes universitarios que se unieron con militares, y que se habían
tomado el Cuartel San Francisco el 1 de agosto recién pasado. Claro, hay que
entender que el gobernante se sentía muy seguro porque una de las figuras
militares que le había ayudado a recuperar el Cuartel San Francisco había sido
el general Roque J. Rodríguez. También lo habían hecho Armando Velásquez
Cerrato y ahora lo tenía fuera como adversario suyo. Pero no reparo en ello. En cambio, no podía dudar del general
Rodríguez, “porque además de comparecer a los mítines del Movimiento Nacional
Reformista, había firmado la declaración de lealtad y obediencia y sido miembro
del Tribunal Militar que juzgo a los militares en servicio que participaron en
la entrega del cuartel San Francisco y miembro también del Alto Mando Militar
que fue disuelto cuando ya era un secreto a voces el plan conspirativo de este
militar como los demás que fueron sus cómplices” (Paredes, 222).
Claro, era difícil para Julio Lozano, entender que el grupo que le había solicitado el permiso, para traicionarlo, antes habían traicionado a Armando Velásquez Cerrato. Y menos todavía que se hubiera dado cuenta que el Ejército Nacional que él había conocido en su larga trayectoria burocrática, desde dos años antes había sido sometido a una reorganización, de modo que los regimientos departamentales sometidos los lideres políticos del partido, habían empezado a ser sustituidos por Batallones. Incluido en esta imposible reflexión el hecho que, para entonces, los militares empezaban a imaginarse autónomos e incluso, dirigidos por sus propios compañeros, rechazando discretamente la autoridad de los políticos para comandarlos. Nada de este le paso por la cabeza al anciano gobernante hondureño que estaba a pocas horas de ser depuesto del poder; y no lo sabía. Y tampoco sus más cercanos amigos y colaboradores. Además, el estado de salud de Julio Lozano no era el mejor. Acaba de regresar de Miami en donde había recibido atención médica. “No eran sus condiciones físicas las mejores para resistir un impacto como el asestado aquella mañana del 21 de octubre. Para resistirlo, con la serenidad y complacencia que demostró en todo momento el gobernante, se necesitaba además de envidiable serenidad de ánimo, de gran reflexión, excelente estado físico y desprendimiento, cualidades ajenas al afectado en este caso, conocido como era su temperamento y sabido lo delicado que se encontraba a causa del shock que sufrió después de los sucesos del 1° de agosto de 1956” (Lucas Paredes, Drama Político de Honduras, pág. 645).
…..
Julio Lozano, en
una recepción en honor a Carlos Castillo Armas, Presidente de Guatemala.
El día
siguiente, domingo 21 de octubre de 1956 en las primeras horas de la madrugada,
patrullas del Primer Batallón de Infantería, tomaron y ocuparon posiciones
estratégicas en varios edificios de la capital. Al amanecer aviones de la
Fuerza Aérea de Honduras volaron sobre la capital e hicieron pasadas rasantes
sobre la Casa Presidencial. Ignoramos la hora en que los militares fieles a
Lozano, empezaron a sospechar que algo más grande se tramaba. De repente les
llamo la atención el alto número de tropas desplegadas sobre la ciudad, el
cierre del aeropuerto Toncontín para los vuelos civiles – Ricardo Zúñiga, Juez
de Letras Departamental de Yoro, que iba en misión de Lozano a la Costa Norte
no pudo abordar el avión y regresó a su residencia – hicieron que algunos
líderes le pidieran a Lozano “que dictara medidas para que sus subalternos no
se extralimitaran; pero ya fue demasiado tarde” (Paredes, pág. 223). Abrahán
Williams Calderón, había sido detenido y arrestado en su casa, le quitaron las
armas que poseía y le mantuvieron retenido. (Argueta, pág. 85). Porque, además,
los militares en su ejercicio, ingresaron a muchas residencias y procedieron de
desarmar a los ciudadanos. En las ciudades en donde los liberales eran mayoría
y de conducta levantisca, fueron desarmados. En San Marcos de Colón, el jefe
militar le reclamo las pistolas, le quito los tiros; y se las devolvió a sus
propietarios con el mensaje que se quedaran en sus hogares, sin moverse.
Cuando se vio sitiado,
el general Abrahán Williams Calderón “quiso comunicarse con don Julio y el
Comandante del Cuartel San Francisco a fin de organizar la resistencia; de la Casa
de Gobierno se le contesto que permaneciera tranquilo en su casa, que nada le
sucedería y del cuartel se le dijo que carecían de armas para hacer una
resistencia exitosa” También llamo a Caraccioli en La Fuerza Aérea. Varios días
antes, había sido desarmados los miembros del cuartel San Francisco y la
Policía.
El Ministro de
Defensa Br. Héctor Leiva Barbieri, si reacciono. Se comunicó telefónicamente
con el Comandante de Armas de SPS para “prevenirle que en vista de los hechos
que se registraban en la ciudad capital no atendiera orden alguna que no emanara
del Comandante en Jefe del Ejército. El comandante Raúl Flores Gómez no se
encontraba en aquellos momentos en el cuartel y el recado fue dado al Mayor de
Plaza Coronel Andrés Ramírez Ortega” (Paredes, pág. 224.) Es casi seguro que,
en tales circunstancias y con un golpe militar en proceso, se hubiera
encontrado en su oficina y no haya querido responderle al teléfono al Ministro
de Defensa Héctor Leiva Barbieri.
Desoyendo las
recomendaciones de sus subordinados y amigos, el Ministro de Defensa Leiva
Barbieri le solicito permiso a don Julio Lozano para hacer una visita a la
Escuela Militar “Francisco Morazán” que para entonces era sabido que era el
puesto de mando de los militares sublevados contra el gobierno. Lozano,
anticipando los riesgos se opuso a que el ministro Leiva Barbieri fuera a
hablar con los sublevados. Pero Leiva Barbieri impuso su voluntad. El ministro
de Gobernación Salomón Jiménez Castro se ofreció a acompañarlo. Leiva Barbieri
rechazo la petición solidaria de su colega. Solo con su chofer se encaminó a la
Escuela Militar “Francisco Morazán” donde estaba el comando del sospechoso “ejercicio
militar”. Para entonces, los nervios de Julio Lozano estaban por explotar,
especialmente por las pasadas ruidosas de los aviones militares que llenaban de
espantos amenazantes todos los alrededores de la Casa Presidencial, donde
residía el señor Jefe del Estado don Julio Lozano y su esposa doña Laura. Leiva
Barbieri “que se presentó aquella mañana ante los sublevados para que
reconsideraran su actitud, fue informado por los mismos que ellos estaban
debidamente autorizados por don Julio para hacer lo que hacían. Después de oír
aquella excusa, el Ministro Leiva Barbieri tomo el teléfono y se comunicó con
el Comandante en Jefe para informarle que los militares acantonados en la
Escuela Militar acababan de decirle; don Julio negó lo afirmado por Rodríguez y
Caraccioli. Luego para defender su comportamiento y para defender o para
justificar el paso dado, acusaron a Williams como el Jefe del Golpe, al que
ellos se adelantaron. Más tarde las cosas se esclarecieron según la carta de Armando
Velásquez Cerrato en la que explica que tanto Roque Jacinto Rodríguez como
Flores Gómez, Roberto Gálvez Barnes y otros, estaban comprometidos con el
Coronel de Estado Mayor para realizar una insurrección militar que tendría
lugar el 26 de octubre siguiente. Simplemente aquellos se habían adelantado” (Paredes,
págs. 224,225).
Pero hay algo más.
Los liberales, para entonces estaban alineados y apoyaban el golpe en contra de
Julio Lozano. Lozano Díaz había expulsado dos meses antes a Ramón Villeda
Morales, Oscar Flores y Francisco Milla Bermúdez, lideres liberales, que
estaban exilados en Costa Rica. Es decir que era público que los liberales
querían deponer del gobierno a Lozano Díaz. Lucas Paredes refiere que “a su
arribo Leiva Barbieri (a la escuela Militar Francisco Morazán) “encontró en un
salón aparte “jaiboleándose”, a Jorge Bueso Arias, Roberto Ramírez, Roberto Gálvez
Barnes, Capitán Armando San Martin y otros civiles que no atino a saber quiénes
eran, pero que servían al gobierno de Lozano. Al enterarse de lo que realmente
pasaba, increpo duramente al Jefe de la Escuela Militar (General Roque Jacinto Rodríguez)
quien con pose bonapartista y con palabras que no eran ya las de un subalterno,
le riposto: Déjate de babosadas… Tú no eres mi superior, ni Ministro, y, por
tanto, nada tienes que ordenarme. En esos precisos momentos, Leiva Barbieri
cree que hizo su ingreso al edificio el Coronel Velásquez Cerrato, pues escucho
a el Coronel Caraccioli decirle: Coronel Velásquez, un momento no pase que
adentro esta el ministro Leiva Barbieri con el general Rodríguez” (Paredes, 225).
Leiva Barbieri regreso a Casa Presidencial y le informo a don Julio Lozano sobre la gravedad de la situación indicándole que nada se podía hacer en vista que los militares habían tomado una decisión y todos estaban de acuerdo; y, además, contaban con el respaldo de los liberales por lo que creía que la resistencia ante los golpistas era infructuosa. Don Julio Lozano, indignado no dijo nada. Se levantó de su despacho, se enjugo la frente y dijo, “carajo que gente está, no entiende nada de lealtad”.
Minutos después
llegaron los representantes de los sublevados que venían, con cierta irónica
cortesía, a pedirle la renuncia formal a Lozano Díaz del cargo de Jefe de
Estado. En efecto, traspusieron la puerta de entrada de la Casa Presidencial
Roberto Ramírez y Gabriel Mejía los que fueron recibidos con la normalidad de
siempre y especialmente porque se sabía a lo que iban. No hay información sobre
las conversaciones entre los enviados y el Jefe del Estado. Pero de acuerdo con
la personalidad neurótica de Lozano, hay que imaginar que el intercambio fue
todo, menos cordial. Leiva Barbieri de lo que estaba preocupado era de la salud
de don Julio Lozano que en cada momento se mostraba más nervioso y alterado.
Por ello llamo al expresidente Juan Manuel Gálvez y Presidente de la Corte
Suprema de Justicia, para que por su medio le ordenara a su hijo Roberto Gálvez
Barnes, uno de los líderes de la revuelta militar, que suspendieran los vuelos
rasantes sobre la casa presidencial de los aviones de la Fuerza Aérea. “En las
primeras horas de la tarde del 21 de octubre (de 1956) don Julio Lozano firmo
su carta de renuncia del cargo”. Igual cosa hicieron sus ministros, con la
excepción de Roberto Gálvez Barnes de Fomento y Esteban Mendoza de Relaciones
Exteriores. El primero por ser miembro del alzamiento y el otro porque,
aparentemente como liberal estaba también implicado en la conspiración y que
había esperado integrar la mencionada Junta que según Velásquez Cerrato seria
cívico–revolucionaria.
En su proclama
los militares rebelados en contra de Lozano Díaz justifican el acto de
insubordinación en que “en esta hora de crisis en que parecía haberse perdido
toda idea de respeto a la ley y a las instituciones públicas, las Fuerzas
Armadas de Honduras inspiradas por el ineludible cumplimiento del deber no
podían permanecer indiferentes a las aspiraciones del pueblo hondureño, deseoso
de reintegrarse a un régimen de orden, de tranquilidad y de derecho. Fieles a
estos sentimientos y deberes, las Fuerzas Armadas proclaman a toda la nación,
que su único y esencial propósito es el de procurar que el país vuelva a la
normalidad constitucional y que todos los hondureños en forma cívica y
patriótica cooperen al logro de este objetivo”.
El día
siguiente, todo fue normalidad en el país. Pese a aparente fortaleza electoral
del partido que respaldaba Lozano Díaz y a la precaria fuerza de las Fuerzas
Armadas que hacia poco habían iniciado su modernización, los “pumpuneros”, se
llamaron al silencio. Y se encerraron en sus casas. En los pueblos donde se
preparaban para efectuar celebraciones, repartieron la comida entre los pobres.
Los burócratas vieron para otro lado y se presentaron puntualmente a sus
puestos de trabajo. Los establecimientos
comerciales abrieron sus puertas en todo el país y solo se notaba que algo
había ocurrido, porque en las tertulias y grupos que se hacían en las ciudades
y pueblos de Honduras, el tema de conversación era la caída de don Julio Lozano
Díaz, que ese mismo día había salido vía área a Miami en donde poco tiempo
después fallecería.
El lunes 22 de
octubre el Consejo Central Ejecutivo del Partido Liberal “emitió un comunicado
declarando que prestaría su decidida cooperación a la Junta Militar de
Gobierno”. El diario oficial del Partido Liberal, “El Pueblo” en primera página
insertó el texto siguiente. “Ayer por la mañana, aviones de la Fuerza Aérea
Hondureña surcaron los cielos de la Patria preludiando los amaneceres de la
libertad y la democracia. El Ejército Nacional, haciendo honor al legado
glorioso de los héroes del pasado, se alzo en un movimiento militar para
rescatar las instituciones democráticas que estaban sufriendo el eclipse del
despotismo. Horas después, el pueblo hondureño recibía la redentora nueva de
que la dictadura se había rendido ante los propósitos reivindicadores de las
Fuerzas Armadas del País” (Diario El Pueblo, Tegucigalpa, 22 de octubre de
1956, primera página). La conducta de los liberales era lógica. Sus principales
lideres estaban exiliados por el dictador depuesto y muchos líderes regionales
guardaban prisión acusados de diferentes delitos.
Habían concluido
22 meses de gobierno irregular, fruto de la incapacidad de los políticos
hondureños para respetar la ley y anteponer los objetivos nacionales sobre los
grupales o partidarios. Y se iniciaba lo que se conoce como la “primavera
democrática” que, desafortunadamente otra vez los mismos militares el 3 de
octubre de 1963, comandadas por el coronel Osvaldo López Arellano destruirán
sus primeras flores y retoños.
Tegucigalpa,
mayo 18 de 2025
Bibliografía:
Lucas Paredes, Los culpables, (ensayo biográfico) Tegucigalpa 1970
Lucas Paredes, Drama Político de Honduras, Editora Latinoamericana, México 1959
Mario Argueta, Julio Lozano Díaz: El poder y la reacción, Editorial Universitaria, Tegucigalpa 2008.
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