JORGE BÄHR: HISTORIA DE LA VIDA Y DE LOS VIAJES DE UN ALEMÁN (V)

[PARTE V]

"El templo católico de Omoa. Ilustración publicada en la página 25 de la revista Harper’s New Monthly Magazine. No. LXXIX. Vol. XIV, diciembre 1856." (Exposición permanente. 1856. Apuntes del cuaderno de un artista. Omoa, pintoresca e incidental, UNAH).

Continúa

Los caribes observan la celebración de una fiesta muy extraña, llamada “Mafia”. La celebran al principio de cada año, y dura ocho días. Para esta fiesta tienen una ceremonia especial. Los tambores suenan día y noche. Este tambor es un tronco ahuecado, con una piel tendida sobre el hueco. Lo acomodan bajo el brazo y lo golpean con las dos manos. En el centro de la casa está una mesa en la cual sirven sus mejores platos. Durante la fiesta sacrifican a un pequeño muchacho dedicado al dios Mafia, para que los proteja en el mar. Los caribes son los mejores navegantes con veleros del mundo. Siempre tienen tres velas en sus canoas, una delante, una atrás y una en el centro, y todos los hombres y mujeres nadan como peces. Las mujeres tienen grandes fuerzas naturales; parece increíble, pero me contaron que si una mujer caribe da luz a un niño por la tarde, entonces por la mañana ella ya va al rio a bañarse. Las fiestas Mafia están prohibidas por el gobierno, porque nadie sabe dónde queda el niño, pero la celebran clandestinamente. A sus muchachas las guardan con gran celo para que no y en ningún caso mantengan relaciones con los españoles. Con frecuencia los domingos iba donde ellos y me compraba piñas, tenían una clase de piñas muy grande y larga (sugar loaf) que es muy dulce, y cada piña costaba solamente 25 centavos. Más adelante tenía varios caribes trabajando en mis talas de caoba, por ello conozco bien a esta gente. 

Me quedé hasta el final de 1871, entonces regresé a San Pedro Sula donde compré herramientas para ebanistería de un americano y empecé a trabajar. Bien se dice que saber un oficio ofrece gran seguridad. Un día vino un general mexicano desde Havana –español de nacimiento- con autorización para reclutar gente. La autorización estaba firmada con el nombre del expresidente Santa Anna. Este general estaba en marcha hacia Guatemala cuyo gobierno le había llamado para que tomara el puesto de general de artillería. Cuando me vió y supo que yo había hecho servicio militar en México me dijo en seguida que me fuera con él, me iba a hacer su ayudante, dándome un diploma como capitán de caballería. Bueno, yo acepté. Este diploma he guardado por todos los años hasta hoy. Vendí mis herramientas y viajé a Omoa y de Omoa con una canoa caribe a Livingston (puerto de Guatemala). Durante esta travesía me podía dar cuenta de la destreza de estos caribes con la cual manejan sus canoas en el mar; las olas estaban altas, en la canoa habían 4 mujeres y dos hombres, el general y yo. Cada vez que venía una ola viaron la proa de la canoa hacia la ola de manera que la canoa se subió a la ola. Quedamos completamente mojados, y yo tenía miedo; pero cuando vi que las mujeres estaban cantando y vi que estaban sacando el agua de la canoa me regresó el ánimo. Mi general no dijo nada sino miraba tranquilamente hacia delante.

Por fin llegamos a Livingston, completamente empapados, pero muy contentos porque no nos habían comido los tiburones, porque hay muchos de ellos en estas aguas. La noche pasamos en Livingston, y el día siguiente alquilamos otra canoa para viajar por el rio Motagua a Isabal donde estaba la aduana de Guatemala. El general se reportó inmediatamente al comandante de aquí quien era un general mexicano. Nos recibieron muy amablemente, pero como el general estaba enfermo no podíamos seguir con nuestro viaje, y el comandante me preguntó si le quería ayudar en montar aserradero. Yo contesté -“con mucho gusto”. Dos días después vino un pequeño velero de Omoa y con él vino mi amigo Juan Monar quien también tenía una tienda en San Pedro Sula. Era español y un hombre muy simpático. Al verme me preguntó –“don Adolfo (todavía me llamaban siempre Adolfo) ¿Qué hace Ud. aquí?” Entonces le conté que quería ir a Guatemala a lo cual él contestó -“No, señor, Ud. regresa conmigo; el viaje no le cuesta nada, en Honduras Ud. hará fortuna”. Ahora mi suerte estaba decidido. Regresé nuevamente a San Pedro Sula, volvía a comprar mis herramientas y empecé a trabajar. Hice unos muebles, entre ellos un bonita mesa de caoba ovalada, y todos la admiraron. Además hice pequeñas mesitas redondas con un linda estrella de diferentes maderas en el centro etc. Había alquilado una casa para vivir que al mismo tiempo me servía de taller.

Un día vinieron unos comerciantes alemanes, jóvenes, que también querían probar suerte y se instalaron en mi casa y nos pusimos de acuerdo que los tres queríamos ir a Costa Rica, un país muy rico donde uno podía encontrar su suerte con más facilidad. La noche anterior a nuestro viaje me fui a la casa de una familia que había visitado a veces, porque tenían una guitarra queme dejaron tocar, y también hacía a veces unos juegos con naipes. El señor de la casa tenía un nombre italiano (Caraccioli), pero era de descendencia india. Estaba casado con una francesa, y ella tenía una hermana. Los padres de las damas vinieron como inmigrantes, pero ambos estaban difuntos. La hermana de la señora de la casa era una dama joven y muy respetable. Muchos hombres le habían pedido la mano pero ella tuvo que prometer a su padre en su lecho de muerte que nunca se casaría con un nativo. Entonces en aquella tarde - el señor hablaba un poco inglés y las damas francés - me quedé un poco más tiempo porque esta noche iba a ser mi última en San Pedro Sula, y la joven me dijo -“no se vaya”. La contemplé muy seriamente; ella me dió la mano y siguió hablando -“Mañana hablaremos”. Cuando llegué  a la casa lo conté a los dos alemanes y ellos me reprocharon - “¿para qué? Muchachas hay por todos lados”. Yo respondí -“Si, pero no conocen a ella, yo tampoco no tengo ganas de casarme; pero si la dama me contesta a las preguntas que le pondré mañana como creo que me va a contestar, entonces como hombre estoy obligado a cumplir”. La mañana siguiente me fui donde ella, muy serio, y le di la mano y la pregunté -“¿Quiere Ud. vivir conmigo en buenos y en malos días sin quejarse?” - “Si”, dijo ella. Más no dijimos sino fuimos directamente donde su cuñado y su hermana y pedimos el consentimiento de ellos lo que nos dieron en seguida.

Entonces llegó un padre del interior. Dos veces fuimos anunciados como prometidos. El padre tenía que ir a Omoa, y por eso tuvimos que ir nosotros también, a través de la alta montaña. Resultó que una familia, conocidos de mi prometida, tuvieron que viajar también a Omoa, y nosotros nos fuimos con ellos. Al llegar a Omoa fuimos inmediatamente a la casa de Federico Debrot, comerciante y cónsul de Inglaterra, Bélgica y Holanda. Nos conocimos desde el tiempo cuando yo trabajaba en el ferrocarril, y como siempre me había portado bien fui bien recibido por todas partes. Cuando entré a su oficina me preguntó -“Well, Bähr, what are you doing here? (Bähr, qué hace Ud. aquí) Le contesté -“Well, I am getting married, that is what I came for (me quiero casar por eso me vine). I am asking you, will you be my godfather?” (y le pregunto si quiere ser mi padrino) lo que con gusto me prometió. Entonces me preguntó -“Bueno, ¿y quién es su prometida?” - “tal dama”. Él conoció bien la familia y dijo -“Well, my boy, you get a very good wife”. (bueno, mi muchacho, vas a tener una muy buena esposa).

Era el 28 de mayo de 1872 cuando nos casamos en la iglesia de Omoa en el estado de Honduras. Hasta hoy, cuando escribo esto, han pasado 41 años, yo tenía 33 y ella 23 años. Antes de partir hacia San Pedro Sula visitamos a la casa del señor Debrot; él me dijo en español, porque mi esposa no entendía inglés -“yo conozco muy bien a Uds. dos, si puedo hacer algo por Uds., cuenten conmigo.” En el camino pregunté a mi esposa -“Bueno, porque dijiste tan de repente que no me fuera, es que antes no me hacías ningún caso”. A ésto contestó ella -“porque siempre te he observado, tu carácter, y como te comportabas. Tenía gran respeto de ti”.

Después de regresar a San Pedro Sula alquilamos una casa, pero me quedé con mi otra casa donde tenía mi taller, y en nuestra casa de vivienda instalé una barbería donde ganaba algunos pesos. Mi taller estaba cerca de la casa. Hice un muy bonito armario de caoba sólida con doble puerta que se podía desarmar completamente. En aquel tiempo San Pedro Sula tenía un aserradero, y el dueño había cortado un tronco viejo y seco con bonitas vetas; con esta madera resultaron las puertas del armario muy bonitas, las vetas haciendo juego. Un dia vino un viejo ingeniero a mi taller, y al ver el armario preguntó -“¿cuánto quieres por este armario? I will take it with me home to England, the mahogany looks so nice, well, how much?” (Lo quiero llevar a Inglaterra, la caoba es tan bonita, cuanto pués?) Yo dije -“100 pesos solamente”, y él contestó en seguida -“All right” (bueno), y siguió -“Me puede hacer un gran cajón aparte de madera de frijolillo, al cual lo puedo meter para el transporte?” Esta madera es muy dura y de color café oscuro. “Bueno, lo hago también, este cajón cuesta tanto”. Él dijo otra vez “All right” y siguió preguntando donde él podía conseguir unas docenas de diferentes pájaros disecados. Yo le dije -“yo se los consigo”, y él otra vez contestó -“All right”.

Yo conocía a un alemán quien había venido con sus padres y su hermana, cuando era niño, a San Tomás en Guatemala, como inmigrante, y él sabía disecar animales y de él aprendí este arte. Les dije a unos muchachos que me consiguiesen pájaros, por cada uno pagué 1 real = 12 ½ centavos. Me trajeron muchos colibrís, que son muy bonitos, de cada especie unos pocos, y me trajeron bastantes. Durante el día trabajé con el armario y el cajón (el armario estaba simplemente aceitado con aceite de linaza) y por la tarde disequé pájaros. Además bajé a tiros un zopilote; para secarlo bien lo metí al horno de nuestra estufa, porque estos aves uelen muy mal a almizcle; por fin tenía todo arreglado y embalado. Mi cliente quedó muy contento y me dio todavía 4 pesos en oro. Mi esposa estaba muy sorprendida porque en corto tiempo había conseguido tanto dinero.

Un dia dije a mi cuñado y mi cuñada que dentro de 10 años sería uno de los primeros ciudadanos en San Pedro Sula, yo mismo lo sentí en mi corazón. En el año 1872 la caoba y el cedro tenían precios altos. Hablé sobre esto a un alemán, Andreas Scäfer, y le pregunté si él entendía de los negocios de madera. Él contestó “que si, señor”. Él y su hermana eran buena gente pero ya no sabian hablar alemán. Su hermana se llamaba Tula. Le conté a Andreas que tenía un buen protector, don Federico Debrot en Omoa quien seguramente nos podría avanzar dinero para empezar, y con él podríamos fundar una compañía. Nos fuimos a Omoa, y efectivamente don Federico nos preguntó -“¿cuánto necesitan?” Nosotros contestamos -“Lo dejamos a su criterio”. Entonces nos dijo -“Les daré mil piastras por adelantado, 500 en efectivo y 500 en materia, y les pago 30 piastras por mil pies superficial de caoba y cedro, entregado en la barra del Ulúa (el rio se llama Ulúa, y la barra está donde el rio desemboca al mar). “Vayan a Travesía, allá hay muchos árboles de caoba y de cedro. No tienen que pagar los troncos, los pago yo”. Regresamos muy contentos, y al llegar a mi casa dije a mi esposa -“Nuestra suerte comienza; pero ahora tenemos que trabajar”. El propietario del terreno donde íbamos a talar debía una gran cantidad de dinero a don Federico. Es una enfermedad de los nativos no recordar sus deudas, hasta las olvidan completamente. Cada árbol costó 5 pesos. Mi socio se fue adelante, yo tenía que arreglar unos asuntos en San Pedro Sula. El señor Debrot nos había dicho donde podíamos comprar bueyes, o sea de la gente que le debían a él. Mi socio contrató trabajadores que tenían experiencia en la tala de caoba; les pagamos 10 pesos de salario por mes, mitad en dinero, mitad en cosas. Así era costumbre en aquellos tiempos. Luego podíamos empezar. Se tala árboles solamente durante luna menguante para que no se rajasen al caer. Al principio no lo quise creer, pero con el tiempo lo hallé correcto. Se cortaba los árboles en pedazos de varios largos pero cuando queríamos cuadrar los troncos, resultó que mi socio no sabía nada de este trabajo.

A veces se me olvidan unos puntos de interés, y mis estimados lectores me perdonarán si los cuento fuera del orden. Después de tantos años es imposible recordarse de todo, y mi deseo es relatar todo conforme verdad. Comencé a escribir estas memorias en Mentón en febrero de 1913, cuando el tiempo estaba feo y lluvioso. Mis ojos están enfermos; además en septiembre voy a cumplir 74 años, y a esta edad uno se pone algo tembloroso. Ya no bebo ni vino ni cerveza ni té ni café y vivo como un vegetariano para recuperarme de mi afección nerviosa.

Cuando estuvimos casados apenas un par de semanas estalló una revolución. El de entonces presidente, don José María Medina, había encargado unas ametralladoras y mandó hacer los ejercicios de tiros en la plaza de San Pedro Sula. Alguien le había contado que en la ciudad vivía un joven alemán que había participado en la guerra en México y que también tenía una medalla y que además había sido oficial con el emperador Maximiliano de México. Me mandó llamar por un ayudante. Pero mi esposa dijo -“Por el amor de Dios, Schorse, no aceptes ningún puesto, te harás infeliz, todavía no conoces este país”. Sin embargo me fui donde el presidente quien me recibió en  medio de sus oficiales, y me preguntó muy amablemente si había hecho servicio militar. Le conté todo, y él me preguntó si quería ingresar a su servicio, en el acto me quiso dar el grado de un coronel. Le di mis gracias y dije -“Si Su Excelencia quiere organizar o si ya tiene una caballería entonces acepto”, a lo que él contestó -“No, no tenemos caballería, el país es demasiado montañoso; pero si quiere entrar a la infantería le doy ahora 50 pesos para su esposa”. Pero yo decliné esta oferta, dándole mis gracias, y todos nos tomamos un coñac y me despedí.

Mi esposa estaba muy alegre porque no me había inscrito al servicio militar y me dijo -“vas a ver qué resultará de esta revolución. Me daba la risa cuando miré a un doctor, a un carpintero y varios otros todos americanos, andar por allí con largos sables, todos eran oficiales. Un americano casado fue matado a tiros, otros fueron heridos, y otros capturados. Mi esposa observó - “Ves, ahí tienes el resultado”. Muchos años después don Luis Bográn me quiso hacer general. Él era uno de mis mejores amigos, pero también a él le di mis mejores gracias. Le contesté que no quería perder mi nacionalidad, que quería quedarme alemán. Aquí tengo que mencionar que nunca supe algo de la guerra de 1866, Hannover contra Prusia, y de la de 1870, Alemania contra Francia. Nunca había visto y menos leído periódicos en Puerto Cortés, y la primera carta que recibí de mi madre llegó en 1876 y tardó más que dos meses porque vino por el lado del Pacífico y valía 1 peso de franqueo. Honduras no entró a la Unión Postal Mundial hasta en 1879.

Mi socio era un trabajador muy competente, él podía estar en la selva todo el día, también podía correr atrás de cerdos de monte y venados sin comer; pero también era gran fanfarrón y mentiroso, también su hermana, la niña Tula (en español se titula a todas las mujeres de “niña”, aunque fueran viejas). Andreas, mi socio, se hizo demasiado íntimo con los mozos; después cuando les quiso dar órdenes no le obedecían. Teníamos 10 mozos a quienes pagábamos 10 pesos mensualmente, mitad en efectivo y mitad en materia. Cada domingo por la mañana repartimos las raciones para la semana. Estas raciones consistían en 50 plátanos, [que] son una especie de bananos, pero el banano es un lujo, y los plátanos se comían en vez de pan o de papas, también son mucho más grandes que bananos. Cuando el barón Alexander von Humboldt vino por primera vez a estos países y vio esta fruta expresó la opinión que aquí estuviera el paraíso. El plátano contiene mucho azúcar y fécula. Pues la ración consistía -como ya mencioné- en 50 plátanos, dos puñados de frijoles, un puñado de sal y 4 libras de carne de cerdo salado o 7 libras de carne de res fresca. Esto era la ración para una semana y así semana por semana. Cuando teníamos carne de res la gente la cortaba en lonjas las cuales salaban y secaban al sol. La ventaja del plátano es que se puede cortar los racimos de la mata. A veces un solo plátano pesa más de medio kilo. Se le quita la concha y se lo tuesta sobre el fuego o la brasa. El plátano es muy sustancioso, y muchas veces un hombre no puede comer más que dos. Si se deja los plátanos en su racimo (a veces un racimo tiene más de 50 frutas), se maduran y se ponen bastante blandos y dulces. Entonces se los corta en rajas que fritos dan un plato delicioso que nunca faltaba en nuestras comidas.

Cuando habíamos contratado un mozo -siempre por seis meses o por un año- le dimos cuatro días para levantar su casita, lo cual es bastante fácil; le dimos un hacha y un machete. Si o quebró o perdió las herramientas se las cobrábamos del salario. Yo me mandé hacer una casa grande. La naturaleza de los trópicos ofrece muchas facilidades al hombre, por ejemplo las hojas del corozo las cuales sirven muy bien para techos; no necesitábamos puertas porque no había necesidad de cerrar la casa. Hicimos una tabla de las hojas del corozo y la paramos según afuera de la puerta o por dentro para que no entrarían animales. Así dormimos mucho más seguros que se duerme en cualquier ciudad grande con casas de puertas dobles. Cuando nadie estaba en la casa, ningún otro se tomó la libertad de entrar. La honradez de los nativos de aquellos tiempos nunca dejó de sorprenderme de nuevo.

Nuestro trabajo era talar árboles en la selva. Si un árbol no era tan alto y grueso entonces el mozo tenía que cortar dos o tres; ellos trabajaban por tareas, en inglés “task”. Un mozo que trabajaba rápido podía terminar su tarea al mediodía. Yo tenía que ir con cada hombre para asignarle un árbol, y por la tarde regresé para inspeccionar el trabajo hecho. Un trabajador o carpintero alemán nunca sería capaz de cortar un árbol de caoba tan alto y tan grueso. No se los corta directamente al nivel de la tierra, sino casi siempre a una altura de dos metros. Primero el trabajador levanta un andamio y amarra un grueso bejuco alrededor del tronco, luego coloca dos barras una en cada lado soportadas por horquetas, y se para en estas barras, y entonces pega con su hacha, primero por la derecha, después por la izquierda hasta que el árbol cae. Pero primero tiene que ver par cual lado se va a caer el tronco, o sea un árbol tiende a caerse hacia el lado que tiene más ramas. Es extraño que se debe cortar árboles solamente durante luna menguante. Entonces la madera no se raja al caer.

Muchas veces me dijeron los mozos - “Patrón, tiremos un olingo”. (Se dice ‘patrón’ al empleador). Olingo se llaman los monos aulladores negros sobre los cuales ya he escrito. Estos animales son muy gordos, aunque no comen nada más que frutas y hojas. Hay que apuntar bien y darles en la cabeza o en el pecho. Un animal herido que todavía tiene fuerza se agarra en una rama con su larga cola, y así queda colgando, nunca se cae, y se seca y muere en el aire. Una vez cacé una hembra con dos cachorros en su espalda (un macho tiene varias hembras). Necesitaba varios tiros, porque estos animales trepan hasta las copad de los árboles; por fin cayeron. Uno de los chiquitos estaba muerto, el otro había recibido un tiro en su brazo. Lo llevé a mi casa, le enderecé el brazo y lo entablillé, y lo metí en una caja de puros y puse la caja en la ceniza de la estufa en la cocina, y la ceniza estaba todavía caliente porque habían hecho pan ese día. Yo creía que durante la noche el animalito iba a estar bien calientito. Pero en la mañana siguiente el monito estaba muerto, casi quemado, porque la caja se había encendido. Nunca he podido comer estos animales porque parecen tan humanos. Bueno pues, para estar parado sobre estas barras y talar un árbol de caoba se necesita como el estimado lector bien se puede imaginar, una gran fuerza muscular, y al mismo tiempo queda comprobado que el plátano es un alimento fortificante.

Cuando teníamos aproximadamente 100 palos cortados, entonces abríamos caminos. El señor Debrot me había dado la instrucción de ir a la pequeña ciudad de Trinidad a la casa de un señor Rivera para comprar bueyes. Compré siete animales. Tenía dos mozos conmigo. Tres días después durante nuestro viaje de regreso llegamos a una pequeña aldea con el nombre de Agua Colorada donde unos soldados habían hecho trinchera porque estaban esperando al enemigo, el otro partido, y este enemigo venía por el lado opuesto. Yo regresé a la aldea y esperé hasta que la cosa se había arreglado. Eso no tardó mucho, y al día siguiente vinieron soldados del otro partido a través del rio, asaltaron a sus enemigos y mataron a tiros al coronel; el camino estaba libre nuevamente. Yo encontré en el camino cartucheras e incluso rifles que los soldados habían botado. Estos soldados no llevaban uniformes, andaban descalzos y no tenía más que un pantalón, una camisa y a veces una blusa. Si un soldado había botado su rifle y su cartuchera nadie le podía reconocer como soldado. Cuando capturaron prisioneros lo hacían siempre por la noche. Los amarraron uno tras otro con una fuerte cuerda en los brazos derechos y así los llevaron a una estación militar. Una vez un comandante mandó 50 hombres a otro comandante con la orden - “Aquí le mando 50 voluntarios, pero devuélvame las cuerdas”. ¡Qué divertido! ¿Voluntarios y cuerdas?

Mandamos hacer una gran carreta de dos ruedas. Estas ruedas tenían casi 3 metros de diámetro. El eje era muy grueso y sólido y de hierro y encorvado. En el centro tenía una fuerte tuerca. Abajo en el eje habían dos ganchos muy fuertes que por medio de la tuerca se podía mover o hacia abajo o hacia arriba. Se empujaba la carreta sobre un tronco, se bajaban los ganchos y estos agarraban el tronco, clavándose en él. De esta manera levantábamos el tronco más pesado con facilidad quedando el tronco en el aire. Entonces enganchábamos los bueyes, a veces tres pares, pero por lo general solamente dos pares, y ellos llevaron la madera a la orilla del rio, a un lugar libre de plantas y plano que se llamaba Vacadilla. Cada sábado engrasamos las ruedas del troco muy bien (llamamos troco a la carreta). Para comida para los bueyes usamos las hojas de un árbol que se llama masica. Es increíble cuánta sustancia alimenticia estas hojas contienen. La fruta es un poco más pequeña que una nuez; hervida es muy harinosa y el sabor es casi el de una papa. - Yo cuento estas cosas con exactitud porque entre los países tropicales y Europa hay tantas diferencias, y debo asumir que todo esto interese al estimado lector.

Luego vinieron hombres del interior que nos ofrecieron sus bueyes. Estos animales al principio no querían comer la masica, pero yo mandé rociarla con agua salada. Dentro de unos meses estos bueyes estaban gordos. Yo tenía una gran concha la cual toqué para dar señales. Cuando halábamos madera empezábamos 2 mozos y yo a las 3 de la noche, y entonces daba las señales para los troqueros con esta concha. Los bueyes recibieron su ración tres veces en 24 horas, cada vez ocho haces, lo que se puede llevar bajo un brazo. Me parece muy curioso que nunca me embistió un buey, aunque muchas veces en lo oscuro de la noche pasé por en medio de ellos para darles su masica. Ellos conocían a su amo quien les daba de comer; muchas veces me lamieron las manos.

El rio Ulúa es navegable. Cuando estaba cerca del rio llevaba siempre mi caña de pescar y un pedazo de plátano maduro conmigo; mientras los bueyes comieron tiré mi anzuelo al rio en un lugar donde tenía bastante corriente, y muchas veces agarré una machaca, un pez bastante grande con muchísimas espinas pero de muy buen sabor y con mucho valor nutritivo. En la selva maté a tiros muchos animales de caza; venados, aves grandes del monte como pajuiles, pavos, chachalacas, cucules etc. El pajuil es tan grande como un pavo doméstico, el pavo montés es un poco más pequeño; también maté una clase de gallinas, un poco más grandes que gallinas domésticas, y palomas azules; hay tres o cuatro clases diferentes de cerdos del monte, ellos andan siempre en manadas de 200 o 300 incluso hasta 400 animales, porque se tienen que defender contra el tigre que anda atrás de ellos -el tecuan- que es una clase de leopardo. Si un cerdo se queda atrás el tigre salta como un gato sobre él y con un solo golpe de su garra lo mata, e inmediatamente regresa a un árbol, porque si la manada se tira sobre él le abren la barriga con sus enormes colmillos.

Una vez en invierno rebalsó el rio, y solamente nuestro puesto Travesía quedó libre de la inundación porque estaba sobre una loma. Tengo que contar una aventura de dos de mis mozos. Uno se llamaba Lonjino Mendoza a quien nombré varias veces capitán de cuadrilla. Él era un buen cazador y un hombre fuerte y hermoso, 6 pies de alto con pecho ancho, músculos compactos y caderas esbeltas. Siempre pude depender de él. El otro, Santiago Padilla, era también un buen hombre, pero no tan bueno como Lonjino; pero Longino no sabía mandar, no tenía valor para dar órdenes a otros. Estos dos estaban siempre juntos, también aquella vez cuando el rio se desbordó. Me dijeron -“Patrón, vamos a traer un tigre, un macho”. Y de veras, después de unas horas regresaron del otro lado del rio con un hermoso y gran tecuan, bellamente marcado con manchas redondas amarillentas. El animal midió 2 ½ metros de la boca hasta la punta de la cola. Estos dos hombres fuertes casi no lo podían cargar. Cuando abrieron la barriga descubrieron en el estómago pedazos de piernas de un cerdo montés, de una pequeña variedad. Estos huesos eran tan gruesos como el brazo de un hombre. El animal los había tragado enteros. Las piernas delanteras de él eran puros músculos y tendones los cuales me llamaron la atención, ellos le dan al animal la tremenda fuerza. También las patas eran anchas y muy fuertes. Me pagaban siempre muy bien por las pieles. ¡Qué patas anchas y poderosas tenía el animal!

Pocos días después trajeron también la hembra con un cachorro, un bonito animalito como un gato pero y con patas grandes y anchas. Yo amarré el animal con una larga cadena, pero a pesar de ello nos mató muchas gallinas en un solo golpe con una rapidez asombrosa. Mi esposa le tenía miedo, y por eso lo regresé. Más adelante Santiago Padilla lo llevó al rio donde lo amarró en una balsa con una cadena, pero una noche desapareció con todo y cadena.

Un día mi esposa se llevó un gran susto. Nuestra casa estaba cerca de la orilla del rio donde nuestra canoa estaba amarrada. La había hecho de un solo tronco de un gran cedro. El rio empezó a crecer y yo tuve que desatar y salvar la canoa. Su parte delantera estaba atrapada entre unos arbustos, y cuando por fin logré soltar la soga, una rama me pegó tan fuerte que me caí de cabeza al rio. Los mozos gritaron -“El patrón cayó al rio” El rio ya llevaba mucha agua y tenía una fuerte corriente, pero pronto salí a la superficie, no lejos de la orilla pero mucho más rio abajo. Yo señalé con mi mano y nadé a la tierra. Mi gorra estaba perdida, pero mis zapatillas estaban todavía en mis pies. Sin saber nadar seguramente me hubiera ahogado, y los caimanes me hubieran comido. Estos animales abundan en el Ulúa.

Un domingo me divertí grandemente. Uno de nuestros mozos que se llamaba Pantaleón Ponce me dijo -“Patrón, vámonos a la laguna de Campisa a voltear hicoteas” (tortugas) Yo le contesté -“Bueno, vámonos” Él me explicó -“llevemos anzuelos, yumbum (¿jumbo?) machetes y un poco de sal. Con nuestra canoa cruzamos el rio. Pantaleón conoció la laguna la cual no era lejos del rio. Hallamos muchos cocodrilos en ella. Nos escondimos entre la caña de agua que crecía en abundancia en la orilla, así que los siete u ocho cocodrilos no nos pudieron ver. Ellos estaban en la playa soleándose con las fauces abiertas. Ellos permiten que moscas entren a sus bocas, y cuando la boca está llena de moscas, entonces la cierra de golpe y se tragan las moscas. Pantaleón dijo “Patrón, présteme su machete”. Mi machete era de muy buen acero. “Voy a cortarle la cabeza a uno de estos lagartos”. Yo contesté -“Caramba (se usa mucho la palabra ‘caramba’ en español), si te agarra o te pega con la cola tú estás perdido”. Pero él dijo -“No hay cuidado, yo soy muy ágil”. Los mozos siempre andan descalzos y tenían callos gruesos en la planta del pie. Él se acercó sigilosamente y cuando estuvo cerca de uno de ellos dio un salto y con el machete lo pegó en la nuca. El animal meneó la cola, y la boca se cerró y abrióse alternativamente. Cuando el animal trató de morder a Pantaleón éste le metió el machete entre los dientes que los pedazos volaron por los aires. Él saltó a veces sobre el animal y siguió pegándolo por todos lados con fuertes golpes, y por fin logró cortarle la cabeza. Primero tenía miedo porque era un riesgo muy peligroso. Estos reptiles no tienen lengua y pueden tragarse bocados grandes en un solo trago. Pantaleón dejó la cabeza y seguimos a lo largo de la orilla. Yo maté a tiros un gran pato que cayó al agua, y apenas había tocado la superficie del agua cuando un lagarto lo agarró. Pantaleón dijo -“Por Dios, no hay que entrar al agua, los lagartos agarran todo”.

Seguimos caminando y volteamos varias pequeñas tortugas. Así no se pueden escapar. Pantaleón dijo -“Ahora queremos pescar”. Él buscó gusanos y encendió un buen fuego. No tardó mucho y teníamos una buena cantidad de peces, casi todos pequeños; los limpiamos rápido y los envolvimos en las anchas hojas de bijao. Estas hojas sirven muy bien para asar pescado. Se envuelve el pescado en las hojas y se los coloca encima de la brasa, dándoles vuelta de vez en cuando. Cuando la hoja empieza a reventarse entonces el pescado está bien asado, a lo natural en su propio jugo. ¡Qué rico sabor tenían, nunca en mi vida he comido pescado tan delicioso! y Pantaleón dijo -“Qué tal, Patrón, están buenos? Muy sabrosos, ¿verdad?”. Luego colgamos las hicoteas con sus piernas en varas y las llevamos con nosotros. Cuando llegamos al lugar donde Pantalón había cortado la cabeza del lagarto él me preguntó –“¿Quiere ver si la cabeza está viva todavía? Deme su machete”, y él metió el machete en la boca de la cabeza, y el animal es decir la cabeza golpeó ¡pun, pun! el machete con sus dientes. Más tarde enseñé a mucha gente las marcas de los dientes que quedaron en mi machete. Parece imposible que la cabeza cortada de estos animales quedara con vida por tanto tiempo. También capturamos lagartos. Para hacer eso amarramos una cadena en una vara de madera dura, de 30 centímetros de largo y con los extremos muy puntiagudos. Envolvimos la vara con tripas y tiramos todo al rio; a la mañana siguiente siempre hallamos un lagarto -5 a 6 metros de largo- colgando en el palo- La matanza del animal siempre era una gran diversión. No era fácil. Los nativos dicen que los lagartos tienen cuatro ojos. Un día mandé quitar la cabeza de un animal y llamé a los mozos -“Vengan, miren aquí abajo, esos son los ojos; encima de ellos hay dos rayitas”, y las abrí con un cuchillo y enseñé dos hoyos y los pregunté -“¿son ojos?” Los mozos contestaron –“No, señor”. “Son las orejas, con estos hoyos oyen”. Todos quedaron sorprendidos.

Ahora quiero contar con qué rapidez el tigre mata sus presas. Los nativos dicen -“El tigre me quebró un buey, un toro, un caballo, una vaca”. El tigre se acuesta en una rama gruesa de un árbol, cerca del camino por donde pasa el ganado. Cuando pasa un animal debajo del árbol el tigre salta como un relámpago desde arriba a la espalda del animal, clavando su garra delantera derecha en el pescuezo y con la misma velocidad coge la boca con su garra izquierda y hala la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que la nuca se quiebra; entonces abre la garganta y se sacia de sangre; esto es el cuento verídico como el tigre mata animales. Muchos nativos no lo sabían.

Una vez mis mozos tenían un danto, un animal que es un poco más pequeño que un burro, pero más gordo y redondo. El danto tiene una corta trompa es el pequeño elefante de Centroamérica. Es de color gris, la piel de la nuca es muy gruesa, hasta 3 centímetros de grosor. Cuando los mozos trajeron este animal dijeron –“Patrón, vea, lo ha hecho el tigre”. Este danto tenía cinco o seis profundos rasguños de las largas garras de un tigre, tan profundos que a pesar de la piel gruesa la pura carne estaba a la vista. Un danto sabe defenderse contra un tigre de una manera original: Cuando el tigre salta sobre el danto, éste corre tan rápido como pueda buscando un árbol caído que con un extremo queda en el aire, y al encontrar un árbol así entonces trata de correr por debajo, el tigre pega con su cabeza contra el tronco y para no caerse clava sus garras en la piel del danto. Pero el tigre recibe un tremendo golpe en su cabeza y se cae, y el danto ha salvado su vida. La carne del danto no es muy sabrosa.

Ahora quiero relatar la vida de la gente pobre. Realmente no son pobres, porque viven independientemente, no pagan ni un centavo ni por alquiler ni por impuestos. De ello no saben nada. Tienen pequeñas plantaciones de plátanos y bananos, una pequeña casita y su mosquitero.  Si el hombre no tiene rifle entonces siempre tiene tres o cuatro perros flacos, y su machete bien afilado con buena punta. Nunca le falta el encendedor de fuego. Hay muchos animales como liebres, la guatusa y el tepezcuinte que es más grande que la guatusa. El tepezcuinte tiene manchas amarillas y es muy gordo. Estos animales dan la mejor carne de caza que existe. Ambos animales son roedores. El tepezcuinte se alimenta principalmente de las nueces del corozo y del piscogol. Estas nueces son muy duras, pero el animal se asienta sobre sus patas traseras, y con las manos da vuelta a la nuez, abriéndola rápido con sus incisivos puntiagudos. Debo mencionar que en Marseille se elabora muchas de estas nueces que dan un aceite finísimo.

Pero tenemos que regresar al cuento de nuestro hombre que está en camino hacia el bosque con sus perros. Su ropa consiste en un pantalón de algodón, una camisa corta por encima y un sombrero. Nunca ha tenido zapatos. Hace suficiente calor que no necesita más ropa. Apenas ha llegado cuando los perros desaparecen, pero no tarda mucho que se los oye ladrar. El hombre grita “ushu ushu” y va atrás de sus perros, guiado por el ladrido, y casi siempre los encuentra bajo un palo hueco, ladrando al árbol. El hombre se alegra, se ríe y dice -“¡Ya te cogí!” Luego busca ramitas y hojas secas, los mete al palo y saca su yesca y enciende un fuego en el árbol. Pronto hay llamas y humo adentro. El hombre escucha -“Ha, ¿Vas a bajar?” El animal en el palo baja, medio asado por el calor y el humo. Apenas está abajo el hombre con su machete listo lo coge con la punta y lo saca del palo. Le quita las tripas y dice a los perros “Coman”. Entonces perfora los tendones de las patas traseras, cuelga el animal sobre su hombro y dice a sus perros “Vámonos”. Ahora tiene carne para una semana. Esto es la caza sin rifle. Es un gran deporte para el amigo de la cacería, porque todo está libre, aquí no hay leyes de caza. Pero la gente mata peces en los ríos tirando dinamita, y esto es una grosería porque de esta manera se mueren todos los peces. Contra este abuso si hay una ley, pero nadie hace caso. Las leyes de este país son muy flexibles.

Teníamos más que 200 troncos de caoba y de cedro. Yo mismo halé madera por más de un mes con uno o dos mozos, empezando casi todas las mañanas antes de las 6, porque lo más importante es sacar la madera del bosque. De estos troncos teníamos que armar balsas. Tirábamos los troncos al rio, pero primero clavábamos en cada tronco una cuña de hierro con una argolla en la cual amarramos una soga. A veces mis hombres estaban azules del trabajo con el ´handspike´ como dicen los ingleses. Esto es una fuerte pértiga con la cual se mueve los troncos. Siempre trabajé con mis mozos para darles ánimo. Mi socio, don Andreas -hay que admitirlo- siempre trabajó fuerte con nosotros, pero a veces era un poco dejado. Los trabajadores preferían que yo arreglara las cuentas, por ello yo llevé también la contabilidad. Cuando teníamos 20, 22 o 24 troncos en el rio construimos una balsa. Primero escogimos dos barras para transversales, una para delante, la otra para atrás, encima de ellas amarramos los troncos con bejucos en vez de cuerdas. Cuerdas nunca durarían en el agua. Uníamos dos de estas balsas por medio de dos barras largas y fuertes de buena madera, y de esta manera preparábamos todas las balsas, y a veces teníamos 12 a 16. Los mozos que iban río abajo con ellas hicieron una pequeña estufa de barro de tierra mojada en el tronco más grande y más ancho en el centro de la balsa. Esta estufa era fácil de hacer.

Los mozos cuidaron sus ollas con gran atención, también sus cobijas y mosquitero para que en ningún caso se mojasen. Cuidaron la carne, la sal y los frijoles con el mismo esmero. Cuando una balsa chocó contra troncos o raíces en el agua y se rompió me divertí mucho, porque era muy cómico observar cómo los trabajadores recogieron primero sus frazadas y mosquiteros y después sus ollas. Sus mosquiteros envolvieron en sus frazadas y con todo el bulto en la cabeza nadaron a la orilla. Todos nadaron muy bien.

En el primer viaje fuimos mi socio, don Andreas, y yo juntos en mi canoa, llevando a un mozo y suficientes plátanos, carne, frijoles y sal. Nuestro campamento estaba en Travesía. De Travesía en adelante el Ulúa tiene 52 curvas. A veces son tan abiertas que, caminando por la orilla, se tarda más de una hora. El rio estaba crecido, y permanecimos pocos días sobre el agua. En las tardes amarrábamos las balsas en árboles en la orilla con fuertes sogas, luego hicimos pequeñas chozas o sea simplemente cuatro postes con horquetas. En los centros de los lados cortos pusimos una horqueta en cada uno, un poco más alta, entonces colocamos las transversales, y éstas eran hojas de corozo, una encima de la otra, con las hojas para dentro, y sobre todo amarrábamos los mosquiteros, y la casa estaba lista. Nadie puede aguantar una noche en la selva sin mosquitero. A mi me ha pasado que por la mañana mis calcetines estaban llenos de sangre, porque los vampiros, grandes murciélagos, habían penetrado por el mosquitero el cual era hecho de zaraza o de coálico. Los vampiros chupan sangre, y como dormimos como troncos no nos dimos cuenta que nos mordicaban los pies. Por las tardes al oscurecer venían nubes de mosquitos, y nuestro mozo tenía mucho trabajo para salvar nuestra comida, que consistía en tasajo asado y dos plátanos par cada uno. Nosotros comimos lo mismo como los mozos. Es extraño qué sabroso era todo. Pero en la selva al aire libre, siempre teníamos buen apetito. Muchas veces oíamos gruñir al tigre, pero nunca nos dio miedo porque sabíamos que no ataca a humanos. Además los dos teníamos buenas escopetas de dos cañones. De vez en cuando cazamos un pavo, un ave grande que es un poco más pequeño que un pavo casero. Los desplumamos en la canoa y en la tarde los asamos. ¡Qué sabrosos estuvieron! En ningún hotel hubiéramos encontrado comida tan deliciosa como la que comimos en la selva. Claro, ¡uno no debe ser muy delicado!

Por fin llegamos a la barra (la desembocadura del río al mar). Aquí había una pequeña aldea con casitas de manaca, y aquí sacamos los troncos del agua. El supervisor del Sr. Debrot estaba ahí con su gente. Ellos tenían que cuadrar los troncos. Casi todos estos trabajadores eran caribes, y ellos escuadraron los troncos con sus hachas anchas de cabo corto. Nosotros mandamos a nuestros mozos de regreso por tierra. Desde la barra hasta Puerto Cortés a lo largo del mar, entonces de Puerto Cortés a San Pedro Sula con el ferrocarril, y de San Pedro Sula necesitaron un día hasta Travesía, un total de tres días duró el viaje de regreso. Nosotros nos quedamos con dos mozos hasta que todos los troncos estaban escuadrados. Entonces fueron medidos y luego nos entregaron la cuenta por el total de los troncos entregados, o sea tanto pie de madera. Teníamos que regresar con nuestros dos mozos, las sogas, las cuñas de hierro, río arriba, y teníamos que empujar la canoa contra la corriente con pértigas.

Nunca en mi vida olvidaré estos viajes. Amarrábamos cuatro a cinco venas de manaca en cada lado de la canoa, un hombre se paraba en ellas, y así movieron la canoa río arriba, con las fuertes pértigas, lo que se llama “correr bomba”. Querido lector, 52 curvas y todo el día sentado en la canoa bajo un ¡sol caluroso! A veces relevé a un mozo sólo para poder caminar y moverme un poco. Imagínese: el viaje tardó ocho días, así tuvimos que dormir en la selva, con estos terribles mosquitos. Es increíble lo que los indígenas tienen que aguantar. Uno de mis mozos con el nombre de Sanders quien ya estaba de edad, se quitó su camisa y la usó para espantar los mosquitos de su espalda mientras dirigía la canoa, estaba vestido solamente con un pantalón de tela delgada y la camisa. El tiempo era bueno, así no nos mojamos y no contrajimos la fiebre.

Continuará

Comentarios

  1. Esa narrativa fue un verdadero manjar. Mis feli itaciones. Saludos...

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