JORGE BÄHR: HISTORIA DE LA VIDA Y DE LOS VIAJES DE UN ALEMÁN (VII)
[PARTE VII]
Juticalpa, 1857.
Continúa
Comenzó el año 1875. Nuevamente tuvimos que flotar madera río abajo. Esta vez fuimos los dos, porque iba a ser la última vez. El viaje resultó bastante bien. Cuando estábamos cerca de la barra le dije a don Andreas -“Bueno, Uds. se quedan con las balsas y sueltan una tras otra. “Abajo había una curva que dio hacia la derecha, y las balsas tenían que flotar en esta dirección, pero había que empujarlas en esta dirección, sino se quedaban pegadas en la orilla opuesta. Yo me fui siempre abajo para cogerlas con una soga y entonces las empujaba a la derecha. Esta vez me fui con mis hombres a esta curva y esperábamos las balsas. Pero ¿Qué pasa? tres balsas vinieron en un solo. Cuando viene una balsa es fácil cogerla y echarla a la dirección correcta, ¿pero tres? Cogimos dos y las amarramos en nuestra canoa, la tercera ya había flotado más hacia abajo y ya estaba cerca de la desembocadura del rio al mar. Tuvimos que remar a toda fuerza para alcanzarla, y lo logramos y la salvamos. Toda la madera que llega al mar está perdida, y una balsa representa el valor de varios miles de dólares. Por suerte había ahí unos misquitos, zambos y vaicas de la costa de la Mosquitia. Esta raza casi no sirve para trabajar madera, pero en un río son muy buenos. Ellos visten solamente taparrabo y creen más en Satanás que en Dios. Eran aproximadamente 10 hombres. En seguida contraté a ellos para que flotasen las balsas nuevamente hacia arriba. En la mañana vinieron a veces con una raya ancha de pintura en sus caras, desde la frente hasta la punta de la nariz. Pregunté al jefe de ellos (porque él entendía inglés) que significaba esto. Él contestó que era para asustar al diablo. Tenían pelo largo engrasado con aceite de coco, y por eso estaban lisos y quedaron parados alrededor de la cabeza, de manera que parecían un techo de paja.
El supervisor de
los astilleros de caoba inglés me dijo (él había trabajado por varios años en
la costa de la Mosquitia con Zambos) que todos estos hombres que estaban
trabajando con él tenían que pagar multas con su trabajo. La razón era la
siguiente: Si se cogía a un zambo pecando con la mujer de otro, entonces tenía
que pagar una multa de 7 pesos o pagar un rifle. Los zambos tienen varias
mujeres. Si el multado no pagaba los 7 pesos o el rifle le podía pasar que lo
castigaran severamente. Cuando llegó el inspector de policía quien visitó las
aldeas y oyó del alcalde el cuento de un multado, entonces le tocó el castigo
al ofensor: lo amarran en un palo grueso en el centro de la plaza. Con el
inspector siempre viene un tamborilero y varios negros robustos con látigos
hechos del cuero de la piel del manatí, y estos látigos son muy gruesos. Cuando
suena el tambor toda la gente viene corriendo para ver este espectáculo
“hermoso”, y este espectáculo consiste en que se le da al culpable una cantidad
de latigazos en la espalda desnuda. Naturalmente grita lastimosamente: la gente
y los niños gritan también, mientras la sangre del pobre diablo le chorrea por
la espalda. Por eso prefieren pagar los 7 pesos, si les es posible. Sus canoas
o piraguas llevan muchos dibujos. Me contaron también que cuando un zambo con
muchas mujeres ya no puede mantener a esta familia grande, simplemente se tira al
rio y se ahoga.
El país, la
tierra, el suelo son muy buenos, también el clima, es decir en las alturas. En
la costa hay mucha fiebre. Yo tengo una plantación de café a más de 3000 pie
sobre el nivel del mar con el clima más agradable del mundo. No hay ni
mosquitos ni microbios, siempre hay aire fresco, las noches son templadas.
Solamente la gente, un cruce entre españoles e indios deja de desear. El indio
por naturaleza es desconfiado, falso, mentirosos, un ladrón, en resumidas
cuentas malo. El español es orgulloso, hipócrita, sufre de megalomanía, y nunca
quiere trabajar. Por eso hay tantas revoluciones en estos países. Cada uno
quiere ser presidente, ministro, tesorero o algo parecido, pero nadie quiere
trabajar. También hay muchos abogados picapleitos, quienes se quieren hacer
ricos; ellos contemplan la honradez y la consciencia como mercadería elástica,
lo que es ningún milagro porque en este país se produce hule. Yo mismo he
tenido malas experiencias, por ejemplo cuando el juez hace negocios con el
abogado. También hay bastante antipatía contra extranjeros y envidia. También
existe una clase de abogados llamados “tintilleros”, éstos son como
sanguijuelas para la gente, son engañosos, falsos e hipócritas. Ellos cargan el
árbol en los hombros. Últimamente se les ha puesto coto en cierto grado a sus
actividades dañinas. Estos canallas me hicieron sufrir mucho, hasta el esposo de
la hermana de mi señora, un mestizo, tenía esta infame mentalidad. Él me tenía
envidia y no perdió oportunidad para causarme daño. Estas características se
transmiten a los descendientes: un hijo de él prestó juramento falso para
defraudar una cierta cantidad de mi dinero. Esto es muy triste, y los hombres
que actúan correcta y honestamente sufren mucho en este país a consecuencia de
esta gente.
Por fin los
troncos estaban escuadrados, bien preparados y medidos. Nosotros regresamos a
la casa con nuestra canoa llena de cacao. Yo dije a mi socio, don Andreas,
-“Quiero terminar, vamos a arreglar cuentas”. Nos fuimos a Puerto Cortés donde
el señor Debrot tenía su oficina, pero tuvimos que viajar a Belize para recoger
nuestro dinero. Lo recibimos entonces en la casa del señor Bernhard Cramer
quien era el cónsul alemán y quien operaba una importante empresa comercial. Yo
recibí un poco más de 1000 dólares. Le dije al señor Cónsul que no había
escrito a mi familia desde mi salida de Alemania. Él contestó -“Aquí tiene
papel y pluma, ¡escriba ya!”. Entonces escribí a mi tío en Berlín, después de
13 años. “Mi querido tío, ¿están vivos? Yo vivo en San Pedro Sula, República de
Honduras. Estoy casado, por favor contesten”.
Luego compré
herramientas para ebanistería, medicinas y varias otras cosas, Conocí una
empresa donde me preguntaron si les pudiera conseguir en Honduras varios
productos como zarzaparrilla, hule, cueros de reses y de venados. En seguida
dije que sí y solicité sus condiciones y los precios que me iban a pagar por mi
mercadería entregada en San Pedro Sula. Entonces compré también varias cajas
con zapatos y botas para señores, damas y niños, también diferentes medicinas y
de pronto me convertí en comerciante. Mi esposa había comprado un pequeño
solar, antes de nuestra boda. Yo mandé construir en él una casa pequeña. La
alquilamos durante los tres años que vivíamos en la selva, y de esta manera nos
aportó un poco de dinero. Habiendo regresado a San Pedro Sula empecé
inmediatamente la construcción de otra casa. Vivíamos en la esquina de la plaza
en una zona muy buena. Además me eché a la fabricación de tejas. Yo mismo hice
el molde, y la gente quedó bastante asombrada, nunca habían visto algo
parecido; pero yo tenía que ayudar en este trabajo, porque las tejas de
Centroamérica son muy pequeñas y semicirculares. Así pude tejar mi casa con
tejas alemanas.
Delante de la
casa tenía un gran hoyo del cual sacamos tierra, una clase de barro. Con éste
rellenamos las paredes de la casa. Un día me llamó un mozo -“¡Venga a ver,
Patrón!” Había encontrado una veta de mercurio. Busqué una cuchara de hierro
grande y con ésta saqué este metal líquido en un recipiente de lata y me fui al
rio pequeño que pasó por mi finca y lavé más o menos 2 ½ kilos de mercurio.
Este metal corre en la tierra y se encontró algo de él en San Pedro Sula y se
debe suponer que antes existía un depósito más arriba de la ciudad durante el
tiempo de los españoles. Antes estaba la ciudad más arriba, pero fue destruida
por piratas. Los españoles guardaban el mercurio en grandes ollas de barro y lo
usaban en los trabajos de las minas de plata. Las ollas se quebraron y el
mercurio se derramó. Se lo encontró en varios lugares de la ciudad.
La casa estaba
casi terminada. Yo mismo hice las puertas y ventanas de caoba, pero sin
vidrios. En una esquina instalamos la tienda, y entonces empecé a trabajar como
comerciante. También comencé a perfeccionar mis conocimientos de idiomas. Me
compré un diccionario inglés y me puse a estudiar, y ¡cómo estudié! Siempre he
sido muy deseoso de aprender.
Ya compraba
mucho caucho, y el primer envío de caucho sobrepasó mis esperanzas en cuanto a
ganancia. Y esto me dio coraje. Compré otro pequeño solar al lado con una casa
pequeña que no estaba terminada, la arreglé empapelando la sala en manera
alemana, y después vivimos en esta casa, la otra arreglé para tienda.
Un día el juez
del tribunal superior me mandó llamar. Él vivía en el lado opuesto de la plaza.
Pensé –“¿Qué puede haber?” Un juez tiene gran autoridad. Cuando llegué a su
oficina me dijo -“Le mandé llamar para que Usted se encargue del castigo de un
ladrón que capturamos. Él debe recibir 200 bastonazos”. Entonces contesté -“Pero,
señor Juez, ¿yo? “Sí, señor, Ud. habla inglés”. Tenía que hacerlo. Hay que hacer
caso cuando un juez manda. Me condujeron al cabildo donde estaba el negro, se
llamaba Johnson y era carpintero. También había llegado el oficial con seis
soldados. En el suelo estaba un montón de varillas de tamarindo. El alguacil me
dijo -“Allá está el reo”. Estaba acusado de haber robado como los negros
siempre lo hacen; pero en aquel tiempo todavía existía el castigo corporal, y
esto era bueno. Yo le pregunté -“Are you Mr. Johnson?” (¿Ud. es el señor
Johnson?) a lo que contestó -“Yes, sir”. (Sí, señor) yo seguí preguntando -“Have
you stolen the trunk?” (¿Ha Ud. robado la maleta?) Él contestó -“Oh no, sir!” Yo
le dije -“You speak through, otherwise you get 200 strokes”. (Diga la verdad, o
recibe 200 bastonazos) Él volvió a negarlo, y entonces le dije al oficial -“Dele
duro”. Él era un negro alto y fuerte. Dos hombres lo sujetaron los brazos y dos
las piernas, y en cada lado estaban tres soldados con seis varillas cada uno.
Ellos empezaron a pegarle en las nalgas. Un soldado no pegó muy fuerte,
entonces el oficial le pegó a él con su sable en la espalda. El soldado hizo
una cara furiosa. El oficial contaba los bastonazos que sonaban muy sordos. Le
dije al oficial -“Aquel se ha forrado el pantalón”. El oficial ordenó -“¡Levántenlo,
abajo pantalón!” Y bien, por cierto salió un pedazo de hule; entonces le
advertí al negro -“Si tú ahora no dices la verdad mando que te peguen en tus
nalgas desnudas hasta que confieses”. El oficial también se enojó y dijo -“¡denle
duro ahora!” Entonces lo volvieron a acostar, y uno, dos, tres -¡Dios mío! qué
cara corta, gritando -“For God’s sake, Mr. Bähr, I Will confess”. (Por Dios,
quiero confesar) Entonces mandó parar la bastonada, y él se hincó ante mí,
agarrando mis rodillas y contó donde había dejado la maleta. Las lágrimas le
corrieron sobre la cara porque los golpes de las varillas de tamarindo arden
bárbaramente. Nos fuimos al juez, y él confesó nuevamente donde estaba la
maleta, la encontraron, no faltó nada de sus contenidos. Uds. mis estimados
lectores dirán -“¡Qué bárbaro todo esto!”, pero yo digo que para esta gente
primitiva es la mejor medida. Una vez había un pícaro que estaba robando todo lo
que estaba a su alcance. Por eso lo echaron sobre un barril y las varillas de
tamarindo bailaron terriblemente. Él maldijo a su madre, diciendo que ella
tenía la culpa de que él robaba.
En 1875 escribí
desde Belize a mi tío Karl en Berlín, y el año siguiente recibí contestación.
La carta llegó por el lado del Pacífico y tardó más que dos meses, y aparte de
eso tuve que pagar 2 piastras por franqueo; en aquellos tiempos Honduras aún no
era miembro de la Unión Postal Universal. Contesté inmediatamente con una carta
larga, la cual mi tío envió a mi madre. Era mi primera carta en 14 años después
de haberme marchado. Mi madre me escribió en seguida, pero ésta era su única y
última carta para mí, porque murió el 30 de noviembre de 1877. He guardado esta
carta con profunda melancolía.
Mis negocios
marcharon bien, pero no sin duro trabajo por mi parte. Cuantas veces he
arreglado los bultos de caucho, completamente solo, pero lo hice de buena gana;
el país que exporta sus productos de la agricultura y paga con ellos saca
provecho, y ambos lados ganan en la compra-venta. Aquí quiero mencionar que en
1880 visité las Cataratas del Niágara.
San Pedro Sula
creció. Desde Omoa se trasladaron muchos comerciantes a San Pedro Sula; varias
veces fui elegido alcalde o síndico, en corto tenía que estar presente en todo,
y lo hacía con gusto. Al principio del año 1889 cuatro de nosotros los
comerciantes formamos una compañía para la construcción de un conducto de agua
al lado norte de la ciudad, porque arriba en la montaña había un río, el río de
Piedras. Cada uno de nosotros dio 100 piastras, yo era el tesorero. Aceptamos
otro señor en nuestra compañía, pero él no pagó nada. Fundamos esta compañía
con la aprobación del gobernador político. Entonces todos nosotros fuimos
evaluados en cuanto a nuestros bienes y según ellos tuvimos que contribuir con
un porcentaje. Yo tenía que cobrar este dinero, un trabajo que no me gustó.
Escribí al gobernador y solicité permiso para un viaje a Europa (en este año era
también síndico de la Municipalidad) lo que él concedió. Tenía un ardiente
deseo de volver a ver a mi familia, y entonces yo y mi señora viajamos de
Puerto Cortés a Nueva Orleans, de Nueva Orleans en dos días y una noche con el
tren a Nueva York. Los coches-cama (Pullman) de los Estados Unidos están muy
bien equipados. Mis corresponsales de Nueva York, con quienes trabajaba desde
el año 1876, nos consiguieron pasajes de 1ra clase ida y vuelta. Viajamos con
la “Westfalia”, se necesitaba 15 días para el viaje en aquellos tiempos.
Tuvimos un bonito viaje. ¡Qué alegría! Desde Southampton mandé un telegrama al
tío Karl en Berlín avisándole de nuestra llegada en tal fecha. La llegada era
toda alegría, pero después la despedida era naturalmente muy triste, como el
estimado lector se puede imaginar.
Hacía tres años
que mi madre había muerto. Mandé arreglar su tumba y prologué el arrendamiento
por otros 30 años, y también pagué al señor Pastor los 20 marcos. Un día me
encontré en Zellerfeld con un minero en la calle; él me habló -“¿No eres tú el Schorse
Bähr?” “No tengo el honor de conocerle a Ud. contesté. Pero soy fulano de tal,
estábamos juntos en la compañía en Goslar; tu fuiste prudente porque te
marchaste, o hubieras tenido que disparar contra los prusianos talvez
quedándote muerto, como les pasó a muchos de los nuestros”. ¿No es muy triste
tener que escuchar tal relato? Llegó el día de la despedida. ¡Cómo sufrió mi
pobre hermana! Partimos hacia Berlín donde visitamos al tío Karl. Cuando le
enseñé mi libro con las cuentas donde estaban apuntados muchos miles él se
asombró. Estas cuentas las tenía con mis corresponsales en Nueva York. Mi tío
dijo a su hijo que nunca había trabajado y siempre llevaba anteojos -“Mira a
Schorse, él es un hombre que siguió adelante por sus propios esfuerzos”. Era la
última vez que lo vi.
Desde Berlín
fuimos a París donde visitamos a los familiares de mi esposa, pero pocos de
ellos estaban vivos; entonces nos embarcamos en Le Havre y viajamos a Nueva
York y de Nueva York de regreso a Nueva Orleans. Al llegar supimos que el vapor
para Honduras ya había zarpado y tuvimos que esperar 20 días. En Nueva Orleans
ingresé a la Orden de los Druides, que es parecida a la Logia Masónica. En
aquellos tiempos había solamente un barco para Honduras cada 20 días. Por fin
regresamos felices y sanos. ¡Cómo se alegraron nuestros hijitos! Teníamos dos
niños, el mayor llevaba el nombre mío, el segundo el de mi padre, Heinrich; yo
hablaba alemán con ellos y mi esposa francés con ellos. Por las tardes tocaba
la guitarra, y entonces cantamos -“Weisst du, wieviel Sternlein stehenan dem
blauen Himmelszelt? (¿Sabes cuántas estrellitas hay en el cielo azul?) Luego
los niños tenían que rezar -“Ich bin Klein, mein Herz ist rein” (Soy pequeño,
mi corazón es puro); entonces seguimos con el Padre Nuestro, y con su madre
rezaron el Padre Nuestro también en francés “Notre Père”. Entonces un beso y
buenas noches.
En 1880 compré
una pequeña casa en la ciudad de Potrerillos, a una distancia de 8 leguas o
sean 4 horas de viaje de San Pedro Sula. Ahí instalé una tienda con un
dependiente. Lo más importante era comprar productos para la venta, lo que era
muy rentable, solamente no se les debe vender nada a crédito a los nativos,
porque tienen muy mal memoria. Al principio daba crédito, pero pronto me di
cuenta de que esto no funciona. Perdí miles y entonces ya no volví a vender a
crédito. Aparte de eso abrí otro negocio en otra aldea junto con mi señora. Mi
principio era siempre comprar productos. Esto marchaba muy bien, y con las
mujeres uno se entiende mejor que con los hombres, son más conscientes y ni
juegan ni beben.
En 1884 los precios de caoba y cedro estaban muy altos. Mucha gente empezó a talar caoba, algunos no entendían nada del trabajo con maderas. Varios hombres trataron de persuadirme para que trabajare con ellos. Yo pensé -“Tú entiendes este negocio”, y firmé tres contratos en tres diferentes lugares, y me dije a mi mismo -“Si los precios queden buenos, entonces mandaré mi madera directamente a Londres”. Yo mismo no quise talar, pero viajé con uno de mis socios a Juticalpa que era la segunda más grande ciudad, lejos en el interior del país, para comprar bueyes y para conocer el país al mismo tiempo. Pasamos por bellas tierras con grandes bosques de pino, con agua por todos lados, por ejemplo en el departamento de Olancho. Ahí había muchas haciendas con cría de ganados. El viaje a Juticalpa duró cuatro días. Lo que me llamó mucho la atención eran los grandes palos de pino cuyos troncos estaban llenos desde abajo hasta arriba con nueces de roble. Yo pregunté a mis hombres que me acompañaron que era eso, y me contestaron –“Esto es la milpa de los checos”. Hay muchos checos de varios tamaños. Ellos abren con el pico un hoyo redondo en la corteza y meten la nuez adentro, y ella queda tan firmemente prensada que es imposible sacarla con los dedos. Cada nuez tiene un gusano adentro, el pájaro sabe cuándo este gusano está a punto, entonces saca la nuez y se come el gusano; esto es el cuento de la milpa de los checos.
Pasamos por una planicie tan vasta que no
podíamos ver el fin. Aquí se había muerto un español que se llamaba Milar de
Veaux. Él tenía 99 haciendas. Con el reparto de la herencia los abogados
lograron un robo muy lucrativo para ellos. La gente del interior es muy amable
y muy responsable. No me fue robado nada, y todo podía conseguir menos pan.
Todos comen tortillas, pequeñas tortas de maíz que se preparan frescas todas
las mañanas. Un día recibí un susto que nunca olvidaré. Estábamos montados en
mulas y pasábamos en torno a un pico de la montaña completamente pelado, ni
árbol ni arbusto tenía, y estaba muy empinado. De súbito llegué a un punto
donde el agua de la lluvia había lavado una hondonada. No pude dar vuelta.
Entonces puse toda mi confianza en mi mula; montaba una mula muy bonita y
fuerte, le había puesto el nombre “Niña” y ella respondió a este nombre.
También le había enseñado dar la mano izquierda o la derecha, dándole un poco
de dulce (eso es una clase de azúcar color café) como premio. Delante del gran
hoyo ella se paró y se quedó inmóvil. Le dije -“¡Arriba Niña!” y le di la
rienda. “Adelante, Niña” y con un brinco ella saltó al otro lado. Sin que yo
hubiera querido solté una palabrota de mi boca –“¡Carajo, Juan!” Juan era el
nombre del mayordomo y carajo es algo ordinario y vulgar pero muy popular. En
el caso que el animal se hubiera deslizado nos habríamos caído al abismo en mil
pedazos. Pero estas caminan con gran firmeza y son muy seguras y mejores que
los caballos.
Juticalpa es una ciudad bonita y limpia, con calles rectas, únicamente la gente tiene que traer el agua potable del río, y la traen en baldes de cuero en burros. Era Navidad cuando llegamos; me hospedé en la casa de un conocido mío quien antes era comerciante en Omoa. Nos quedamos ahí unos días. Yo compré bueyes y vacas que estaban muy baratos, y luego regresamos. El segundo día llegamos a una pequeña ciudad llamada Concordia, donde la gente se dedica exclusivamente a la ganadería. Cada año mandan muchos rebaños de reses desde Olancho a las repúblicas vecinas de Guatemala y El Salvador. Siempre pedí posada que nunca me fue negada. Una vez era huésped de la casa del señor Colindres quien era uno de los primeros de la ciudad. Apenas había llegado cuando él enseñó cuatro pedazos óvalos grandes de oro puro fundido. Yo estaba muy sorprendido a verlos, y él me dijo que me los quería vender. En aquellos tiempos se compraba la onza -la décima segunda parte de una libra, peso Troy o peso medicinal- por 16 pesos, pero le dije que no tenía mucha confianza en este oro, que tal vez estos pedazos contenían alguna otra sustancia, y le ofrecí 14 pesos, lo que él aceptó.
Continuará
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