Cuento: LAS PIÑATAS NUNCA DUERMEN
Mario Hernández Kellner (*)
Con la pobre iluminación del bombillo central, Chonita apenas cortaba los pliegos de papeles a colores de cinco en cinco, para adornar las piñatas que mañana romperían los niños, primero a garrotazos con los ojos vendados y luego ya sin la prohibición de mantenerse en círculo, saltarían para atraparla en el aire y despedazarla entre todos a medida que corrían en un intento pocas veces logrado de que uno se quedara con ella como trofeo. Junto a sus hijos adolescentes alquilaba ese apartamento estrecho. La mujer siguió cortando con esfuerzo, apretando mandíbulas, a medida que sus dedos endurecidos por el trabajo pesado de sus sesenta y cinco años, mantenía la tijera en la línea trazada solo en su mente. Los papeles cortados los ponía en la silla junto a la ventana, y luego regresaba al mueble rústico que era según la ocasión, mesa para comer, taller de trabajo (como en este momento) y lugar para negociar con los compradores. Cuando dejó de cortar acercó el envase de pegamento para ir fijando los papeles a manera de flecos sobre patos, payasos, conejos y hasta de un santa Claus colgado que faltaba le pegara la característica barba. Repentinamente, un ruido fuerte como de una piedra grande tirada al piso en el cuarto contiguo la hizo detenerse. Chonita pasó lentamente su mirada por encima de sus piñatas, hasta detenerse en la pared de su vecino. Las piñatas inmutables la rodeaban como los niños a la maestra escolar. Intuyendo ninguna novedad o peligro, la señora prosiguió su tarea; apoyando su pie izquierdo sobre el otro, se quitó la sandalia y luego la otra, quedando sus pies juanetudos libres. Estiró piernas, miró con atención el reloj que marcaba las once de la noche, y se alegró de pensar que apenas a la mañana siguiente cobraría las tres docenas de piñatas que se reventarían en los barrios por la feria patronal. Del cuarto de su vecino provino otro sonido no muy común, y para estar más segura decidió acercarse a la pared para escuchar.
Juan pensaba, desde que había tenido conciencia, que sus
brazos muy largos, le llegaban más abajo de lo normal. Disimulaba su situación
teniendo sus manos dentro de las bolsas del pantalón o bien sostenidas en la
hebilla de la faja. Era un pensamiento obsesivo, para nada verdadero, existente
solo para él. Sentado en una banca del parque central, viendo pasar los carros
con sus faroles encendidos mientras la noche se hacía más oscura. Su reloj
señalaba las siete y media; había escogido esa hora para estar con suficiente
anticipación, disciplina que aprendió en su formación militar y que le seguía
sirviendo ahora en su trabajo con la Organización, que una de sus funciones era
mantener libre a la patria de sus enemigos mas peligrosos: los disidentes del
régimen en el poder, y que para colmo andaban en las calles entre ciudadanos
honrados. Con pantalón oscuro y camisa manga larga verde tierno parecía un
turista más, atraídos por el bullicio de la feria, semejante a los que pasaban
frente a él con aspecto de extraños mirando a todos lados. Un niño que venía
delante sus padres perdió el equilibrio para mantener su helado sobre el cono y
lo botó frente a Juan. Al irse descongelando se formó un charco que la gente
evitaba para no mancharse los zapatos al pasar. Juan vio al otro lado de la
calle y divisó a uno de sus compañeros que se entretenía admirando la
repostería exhibida en un negocio. Su compañero estaba de espalda y de no ser
por el sombrero negro y la camisa por fuera, roja, con que lo vio anoche y hoy
por la mañana cuando se reunieron para recibir órdenes, no hubiera sido posible
que supiera que se trataba de él. De pronto se empezó a escuchar los tambores a
lo largo de la calle, muchas cuadras hacia el Este. El desfile comenzaba. El
corazón de Juan dio un vuelco, y un sudor imperceptible a otra persona, le
humedeció las manos. Su compañero giró olvidando los pasteles y budines,
mostrando la cara de matón que Juan tenia menos de un día de conocer. Sus ojos
se encontraron por entre los espacios que dejaban los vehículos y transeúntes
al ir y venir; fue un llamado de atención sin decir palabra. En la misma
dirección de los tambores, otro hombre vivía con la misma intensidad esos
minutos al igual que Juan y su compañero, siendo el jefe del trio que hoy
formaban en esa feria porteña. Juan se acordó que el jefe aguardaría en la
esquina del parque y que evitarían estar juntos hasta llegado el momento de
actuar. Solo el jefe conocía bien la ciudad y vivía en ella. Los otros dos
llegaron de diferentes lugares el día anterior. Juan recordó que anoche
mientras recibían los pormenores de la operación, a su compañero que hoy tenia
enfrente, se le había caído al piso la pistola calibre 38, y el jefe aprovechó
para enfatizar en la perfección de actuar aun en asuntos personales.
-----Deben ser perfectos hasta para dormir. Sin andar hablando dormidos. ----- El jefe habló en voz baja, casi susurrando. Como se tenia conocimiento de quienes eran los vecinos, se consideró inofensiva a la anciana que al otro lado del cuarto hacia piñatas.
Los tambores se escuchaban cada vez más cerca del trio de cómplices. Las bandas musicales de cuatro colegios estudiantiles acompañaban a los reyes feos y su séquito, representando cada quien a sus barrios. La comitiva debería darle la vuelta completa al parque, y luego se realizaría la coronación del más grotesco. Los participantes debidamente disfrazados, adoptando caminados ridículos avanzaban haciendo bromas, saltando y riéndose entre si y con la gente que iba a sus lados. La multitud venía a paso lento, despreocupada gozando de las ocurrencias de estos payasos populares.
Los primeros músicos pasaron con su estruendo de redobles frente a la banca de Juan. Un torbellino de personas seguía el desfile informal. Por un momento Juan creyó ahogarse en el ruido fuerte de la banda y en la confusión que llevaba el grupo abigarrado de curiosos. Se puso en pie, dio unos pasos cautelosos abriéndose campo entre las personas; notó como en medio de la calle, un rey feo disfrazado de mujer intentaba besar a un joven distraído, que, al enterarse de la intención, huyó avergonzado. Juan alzó la vista al cielo y no encontró estrellas, pero no había señal de lluvia. Era una noche bastante oscura.
Ahora pasaba la segunda banda y Juan supo que llegaba el
momento crítico. La mitad del desfile dobló en la equina del parque y se
dirigía hacia el Sur. Juan apresuró el paso. Una semana antes la Organización
le comunicó que tendría un viaje, sin revelar lugar de destino. Eso lo conoció
hasta ayer antes de venirse de su ciudad. Los agentes de la Organización tenían
la convicción de ser los modernos cruzados que mantenían puro este gobierno,
cuya propaganda afirmaba que solo beneficios traían al pueblo. Se les decía que
los que pedían elecciones limpias, leyes laborales justas y democratización de
la educación eran unos pendejos soñadores, que por no estar trabajando
imaginaban babosadas.
-----Este país tiene trabajo de sobra, en las fábricas, plantaciones bananeras y minas, necesitamos trabajar duro y no estar deseando vacaciones y licencias laborales----- decía el jefe de Estado desde un afiche colocado en la pared. Juan lo había visto muchas veces en la Organización, y hoy en su décima misión, sin proponérselo venía a su memoria. Estaba acostumbrado a la clandestinidad oficial; siguió caminando en la misma dirección del desfile, siempre sobre el parque, deteniéndose hasta que llegó media cuadra antes de la casa de ladrillo situada calle de por medio. El techo de zinc se ocultaba parcialmente entre las palmeras del patio; era preciso atravesar la calle para llegar a la casa del médico, que hoy sería la víctima. Fue difícil abrirse camino entre la numerosa gente presa del frenesí de la feria. Su compañero, “el cara” de matarife, se le unió cuando Juan alcanzó la otra acera. Permanecieron parados un momento, sin hablar, en la situación incómoda del encuentro de desconocidos; la gente no bastándole la calle también caminaba por la acera, y ellos evitando ser empujados, se apartaron. Podían ver lo próximo que estaban de la casa del médico pobre. El portón unido solo una bisagra yacía abierto, inmóvil, atascado en la tierra. Juan con su mano en la bolsa derecha del pantalón pensaba una vez más en la figura de primate que él creía tener, pero también tocaba la pistola cañón corto que llevaba en ese lado. A los minutos apareció el jefe y se completó el equipo. Este último lucia camisa azul oscuro, vestido con elegancia y afeitado. Daba la impresión de ir a un baile y no a matar a un hombre. El jefe se puso a la retaguardia y comenzaron a caminar los escasos quince metros que los separaban del portón.
La esposa del galeno vio a los criminales entrar al patio. Sus rostros estaban cubiertos con máscaras. Un muchacho dijo al día siguiente que pudo ver a dos o tres hombres, no estaba seguro del número, con máscaras de payaso, separarse aparentemente del desfile; y sin dar muestras de conducirse como el resto de los disfrazados, entrar a la propiedad del médico. La esposa del médico había salido de la casa cuando los tambores se oían lejos todavía. Se ubicó en la esquina de la cuadra entreteniéndose con la baratija de un vendedor ambulante, uno de los muchos que la feria atrae. Desde esa posición observaría lo que iba a acontecer en su casa, ya que, junto a su esposo, estaban prevenidos. Ella creía que los matones en un acto desesperado para aprovechar los pocos minutos del desfile dieron por seguro que su marido estaba durmiendo, por la figura arropada de la cama, pero no era más que una cama desordenada vista desde la penumbra; los sicarios deben haber comprobado después que los balazos solo perforaron el colchón y reventaron seis almohadas de plumas, que se esparcieron por todo el cuarto. El estruendo de las armas fue apagado por el ruido de los tambores y el griterío de la gente; obviamente todo fue planificado para aprovecharse de lo que sucedía en la calle. Y así antes que los últimos músicos pasaran por el hogar, miró a los payasos impostores salir por el portón. Sabía que detrás de las máscaras iban unos asesinos con el fracaso a cuestas. Al día siguiente, les dijo a los periodistas que llegaron a la casa, que su marido seguiría con su activismo en favor de los derechos humanos, y que él se había salvado de morir por haber tenido la suerte de no estar en casa, debido a un viaje fuera de la ciudad. Se cuidó de no revelar a los reporteros que le habían avisado a su esposo a última hora, ni de quien lo había hecho.
Chonita la fabricante de piñatas estuvo el día del desfile atando cabos, nerviosa, sabiendo que a la noche habría un muerto si ella no lograba descifrar la conversación escuchada a hurtadillas. Hablaron de un médico y del desfile; pensó que la palabra médico podía ser un mote, pero era realidad que un galeno opositor al régimen en el poder, vivía frente al parque, y decidió actuar al oscurecer para que no la distinguieran fácilmente, puesto que sabia que, como vecina de los asesinos, la conocían, aunque sea de cara. El teléfono del médico seguramente estaría intervenido, y si enviaba a sus hijos se expondrían, así que decidió ir antes que se iniciara el desfile. El cirujano la escuchó y despidió con rapidez, sabiendo que sus vidas peligraban. Sobre la camisa y pantalón, se puso un vestido de su mujer que ella le arrojó desde el ropero; tenía que disfrazarse y escapar. Dobló el pantalón hasta cubrirlo con el borde del vestido. Un mantel de la mesita de la sala sirvió para cubrirse la cabeza y el tiempo se agotó para quitarse los zapatos, la oscuridad ocultaría ese detalle; se dijo a si mismo en su mente, el refrán que en la noche todos los gatos son pardos. Mientras hacía estas diligencias ordenó a su compañera mantenerse fuera de la casa durante el desfile. Dentro de poco despertarían los tambores. Era urgente partir. Abordó un taxi y se alejó de su casa en esa noche. En la cabina del vehículo pensó que por poco no lo dejan cumplir sus cuarenta y siete años que sería el próximo domingo.
El motorista del taxi quedó estupefacto cuando llegaron a
la dirección indicada, por cierto, pronunciada por una voz muy grave para ser
femenina. Se asombró al ver bajarse del asiento trasero un hombre que le
preguntó sin mostrar el rostro cuánto debía por el viaje, y no a la mujer
misteriosa que hacía quince minutos se le había subido con premura. El
conductor pensando que esa noche le había tocado vivir la vieja anécdota famosa
en su gremio, de la muerta que abandona de noche el cementerio para ir a arreglar
asuntos que no pudo hacer en vida, aceleró los más que pudo, y sin cobrar,
transformado por el pánico, ser marchó a toda velocidad.
Puerto Cortés, julio de 2025.
(*) Mario Hernández Kellner, Puerto Cortés, Honduras, 28 de noviembre de 1953. Contador Público. Reside en Puerto Cortés.
Buena narrativa, hacia mucho tiempo no leía algo interesante
ResponderBorrarQue buena narrativa.. es tan intrigante que amerita una segunda parte (quién sabe? Quizás hasta un cuento completo!).
ResponderBorrarMi fuerte no es la literatura, consecuentemente no cuento con las herramientas profesionales basicas para un analisis critico. Sin embargo, reconozco la estructura armonica amena y entretenida del cuento. Un buen principio.
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