LA CLASE POLÍTICA QUE MERECEMOS
Jorge Vilches
Ante el analista que cree que cualquier acontecimiento es una
señal del apocalipsis que lleva una vida anunciando y el temeroso que habla de
otra cosa, es preciso señalar que en todo periodo histórico la clase
política ha estado mayoritariamente compuesta por gente de medio pelo o
peor. Desde la República romana hasta hoy. La aparición de grandes
nombres, de líderes que han destacado por su oratoria, gobernanza o sello
particular, ha sido moneda corriente, pero eso no significa que las personas
que estuvieron a su lado fueran brillantes. También ha habido periodos de
crisis en los que no aparecía nadie con capacidad de liderazgo o reseñable.
Un periodista que acaba de ser fichado por el sanchismo
para RNE,
David Cantero, declaraba la semana pasada que los políticos del franquismo eran
unos «catetos». Cierto, pero erróneo. Había muchos así, pero no fue una
excepción: ocurría antes de la dictadura y está pasando después. Por cierto, se
tiende a glorificar a la clase política de la Transición porque
no se les conoce bien, o a denostarlos sin pensar en el contexto. No
hace falta más que despegarse de los relatos de mitificación o denostación, y
acercarse a la época por sus documentos para comprobar que la mayoría era tan
mediocre como la actual.
Hubo grandes políticos, claro, pero también mucho bulto
sospechoso. Al igual que en cualquier periodo histórico, entre tanto
arribista, enchufado, falseador y chorizo había buenas cabezas pensantes y
servidores públicos dignos. Incluso alguno, como el socialista Raúl
Morodo, por ejemplo, pareció una cosa en la Transición y hoy sabemos que es
otra porque ha
confesado un delito de corrupción en Venezuela.
La historia nos enseña que en democracia la clase política es
el reflejo de la sociedad, de su mentalidad y cultura, de la percepción que se
tiene de la vida comunitaria y de sus aspiraciones, de su grado de implicación,
moral o fe. Los
elegimos nosotros, ya sea votando o quedándonos en casa. La abstención no ha
servido absolutamente para nada en ninguna circunstancia de la historia en país
alguno. No ha hecho ver a la clase política que debía cambiar o irse, como
apunta con ingenuidad el conservador Patrick Dennen, ni ha variado una ley
fundamental: la historia es la lucha entre oligarquías por el poder. Por eso
tenemos la clase política que merecemos, porque refleja nuestro momento
histórico.
A esta situación mediocre ha contribuido mucho la izquierda
con el ataque furibundo a la meritocracia como forma de ascenso social y
político. En el
igualitarismo rampante que nos asola, gente como Michael Sandel, progre
santificado, dice que seleccionar a la élite dirigente por méritos y capacidad
crea resentimiento entre los más desfavorecidos. La alternativa que propone es
un Estado popular que seleccione a la clase política para crear un «mundo más
justo», lo que tiene un tufo autoritario que ya estuvo presente hace cien años.
Algún conservador, como Roger Scruton prefiere el idealismo; esto es, decir
cómo debería ser la clase política: responsable, moral, culta y patriota. Ya.
Pero una democracia no es una carta a los Reyes Magos.
No hay que llevarse a engaño, sino ser realista. Ya sea en
dictadura o en democracia, toda política es política de poder. No tiene más
sentido. Los dirigentes se reclutan para que funcione una organización que
aspira a mandar, no para servir a la comunidad. El criterio interno de
la selección del personal es que ayude a la dirección del partido en su
objetivo de alcanzar el gobierno o de disfrutar de influencia. Esto pasa en el
PSOE, Sumar y Podemos, y también en el PP y Vox. El medio de alcanzar el
poder es caer en gracia al electorado, normalmente por motivos superficiales,
como el aspecto físico, el sexo (femenino si lo exige la imagen), la
orientación sexual (LGBTI cuando hace falta) y la oratoria (ahora extendida al
impacto en las redes). Esto alimenta la necesidad de aparentar más que la
urgencia de saber, de atesorar experiencia o simplemente de madurar.
La clase política se recluta así porque se ajusta a cómo
somos y a las reglas de juego que nos hemos dado. No nos fijamos lo suficiente,
aunque es cierto que no tenemos tiempo ni ganas para verificar la calidad de
cada candidato. Y votamos con las entrañas, contra el otro, por costumbre o
tapándonos la nariz. Preferimos ignorar lo que hacen y cómo son de verdad los
miembros de la clase política porque es más cómodo. Vagamos en el idealismo o
en ideologías calmantes para esconder la cabeza y que no nos duela. Es así,
como apuntó Vilfredo Pareto, que los dirigentes degradan el arte de gobernar
porque nadie lo demanda, y elegimos personas menos capaces para
gestionar lo público, pero más útiles para la manipulación emocional y
simbólica que permite al partido de turno alcanzar y mantener el poder. Por
esto, si queremos una clase política mejor, quizá cada uno en su ámbito debería
empezar a exhibir esas reglas que Scruton exige a los dirigentes.
Cortesía de THE OBJECTIVE. 05 de agosto de 2025.
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