FALLECIÓ A SU LADO EN LA MONTAÑA: “ME HE DADO TIEMPO PARA LLORAR”: LAS REFLEXIONES DE UN PADRE TRAS LA MUERTE DE SU HIJO
Josep Fita(*)
El filósofo y teólogo Francesc Torralba
Francesc Torralba, filósofo y teólogo, medita en primera persona en ‘No hi ha paraules’ sobre la difícil tarea de asumir un hecho tan trágico
Enterrar a
un hijo es por definición algo antinatural. Aunque sea solo por una cuestión
cronológica, los padres se tendrían que marchar antes, y no sobrevivir a sus
vástagos. De ahí que sea una cuestión tan extremadamente difícil de asumir
cuando ocurre. En esa tesitura se ha visto Francesc Torralba (Barcelona, 1967).
Filósofo y teólogo, vio cómo su hijo Oriol (26 años) perecía en agosto del 2023 cuando ambos
realizaban una ruta por los Picos de Europa. Nadie como Torralba para intentar expresar en palabras el proceso por
el que un padre pasa tras un lance tan amargo. Eso es lo que ha intentado hacer
en No hi ha paraules (Ara Llibres), que acaba de ver la luz. Que no les
engañe el título: Torralba tiene la capacidad de reflejar con precisión
cirujana todo lo que ha sentido.
Lo primero
que se encuentra el lector es el relato de los hechos que acaecieron aquel
fatídico 14 de agosto. Ese día, Oriol y él iban a realizar la travesía reina
del verano: casi 30 km y más de 3.000 metros de desnivel positivo por el
corazón de los Picos de Europa.
Durante el
recorrido -narra Torralba-, tuvieron tiempo de hablar. Oriol –“que es poco
expansivo”-, le cuenta que es feliz: “Tiende a reservarse los sentimientos,
pero en la montaña hace excepciones y se deja ir”. El día transcurre con total
normalidad. Ambos disfrutan de la travesía y los paisajes.
No obstante,
hay un momento, ya por la tarde, en el que se pierden. Oriol se pone nervioso:
ha sido él quien ha organizado la excursión y es muy metódico. Su reloj
inteligente no tiene cobertura. Deciden deshacer los últimos 200 metros que han
hecho de bajada para ver si encuentran alguna señal, pero no la hallan. Optan
entonces por descender de nuevo. Oriol lo hace muy rápido, en dirección al río
Cares, para recuperar el tiempo perdido. Hay un momento en que gira a la
izquierda y su padre lo pierde de vista. Este último grita su nombre, pero no
hay respuesta. De repente, escucha un fuerte golpe, como si un saco hubiera
impactado contra el suelo desde bastante altura. Sigue llamándolo por su nombre
sin éxito. Se empieza a poner nervioso.
Se dispone a
descender para ir en busca de su hijo, pero la pendiente es muy vertical y
peligrosa. Alcanza la cepa de un árbol y ahí se detiene. Se da cuenta de que no
puede ni seguir avanzando ni retroceder. Está atrapado. Son las cuatro de la
tarde y empieza a bajar la temperatura. Sigue llamando a Oriol. De tanto
hacerlo, se queda afónico. Al otro lado del río, ve en la distancia a un grupo
de excursionistas. Al final será uno de ellos el que consiga ir hasta Caín para
avisar a los servicios de rescate.
Horas
después, Torralba sabrá que su hijo no ha sobrevivido a la caída. Ahora le toca
volver a casa solo y explicárselo a la familia.
Compartir la trágica experiencia
De las
primeras cosas que deja claro en el libro es que lo único que pretende
escribiéndolo es “compartir el humilde ejemplo de un padre que ha vivido la
muerte traumática de su hijo y que intenta expresarlo con palabras”.
Precisamente
las palabras se antojan insuficientes para exteriorizar lo que uno siente ante
algo así. Hay otras vías para hacerlo. “No me incomoda decirlo ni me
avergüenza: me he dado tiempo para llorar, aunque lo he hecho en el ámbito de
la privacidad, a puerta cerrada, o bien por los bosques, por los caminos y los
senderos, trotando al amanecer, quizás por pudor o bien por miedo al juicio de
los demás”, escribe.
El duelo consiste en vivir serenamente con las ausencias de quienes nos
han dejado"
Llorar es liberador
–reflexiona en otro punto del libro-, pero reír también. “Hay momentos de
paréntesis para la risa que en ningún caso deben de ser censurados o prohibidos
y no nos hemos de sentir culpables porque durante ciertos segmentos de tiempo
dibujemos una sonrisa en el rostro, porque atenúa el abatimiento”.
Entiende que
el duelo “no consiste en aceptar las pérdidas que experimentamos a lo largo de
la vida, sino a vivir serenamente con las ausencias de quienes nos han dejado
durante el periplo vital”.
No podemos tolerar que los ausentes lo tiñan todo de gris y de
desconsuelo"
“Cuando
alguien significativo dejar de estar, se crea un vacío que nadie puede llenar”,
reflexiona Torralba. “Vivir con madurez es asumir las ausencias que nos duelen
sin perder la sonrisa ni las ganas de vivir. Es fácil decirlo, pero difícil de
conseguir”.
Relata que
uno está tan obsesionado con el que se ha ido, que los que están pasan
desapercibidos y también, por tanto, todo aquello que podríamos aprender de
ellos. “No podemos tolerar que los ausentes lo tiñan todo de gris y de
desconsuelo. Justamente ellos deben hacernos tomar consciencia del valor que
tiene estar presente en el mundo, poder disfrutar de alguien en cuerpo y alma”,
escribe Torralba.
La distinción entre aquello que es relativo y lo que es transcendente es
justamente la sabiduría”
Ante algo
así, lo más normal es que cambien las prioridades. “Aquello que antes
considerabas trascendente pasa a un segundo plano: trabajo, reconocimiento,
éxito, dinero, fama…”. En su defecto, uno se instala –dice Torralba- en un
sereno “me da igual”. “No quiere decir sucumbir al cinismo, pero sí a un sano
relativismo. Las cosas se ponen en su sitio. Aquello que calificábamos de grave
deja de serlo. O lo que considerábamos urgente pierde este significado. En
pocas palabras, uno se vuelve más selectivo, escoge con más cautela lo que
quiere hacer con su tiempo y qué relaciones quiere conrear o desestimar”. Y
sentencia: “La distinción entre aquello que es relativo y lo que es
transcendente es justamente la sabiduría”.
Sostiene que
para alcanzar la que se considera la última fase del proceso de duelo, la de la
aceptación, “es necesario afrontar la muerte, sufrir y llorar, sentir la
ausencia del ser querido una vez y otra, porque solo así la herida va
cicatrizando”. Eso sí, arguye que es necesario encontrar un equilibrio entre la
evasión y el afrontamiento, “un movimiento pendular que va de la una hacia la
otra y a la inversa”. En su caso, el trabajo lo ha ayudado a evadirse.
La muerte de un ser querido nos hace profundamente humildes"
De un suceso
tan doloroso, se pueden extraer virtudes, sostiene en el libro. Y señala tres:
humildad, compasión y magnanimidad. “La muerte de un ser querido nos hace
profundamente humildes. Constatamos nuestra pequeñez y, a la vez, nuestra
impotencia enfrente de la fatalidad. Es la consciencia del límite, de las
fronteras del propio ser”.
Después
viene la compasión. “Solo quien ha pasado por una experiencia de sufrimiento
puede ponerse en la piel de quien la está sufriendo en el presente”.
Y la tercera virtud es la magnanimidad. “La persona que ha sufrido la muerte de un ser querido constata que la vida es demasiado corta para malbaratarla con estupideces. Descubre la magnanimidad, que es la virtud de la grandeza, que lo habilita para inclinarse hacia aquello que es grande. Radica en no dedicarse a tonterías, ni a nimiedades”.
(*) Josep Fita, Periodista, Licenciado
en Periodismo por la UAB, trabaja en La Vanguardia desde el 2010. Actualmente,
en la sección de Sociedad, donde escribe sobre salud, ciencia o educación.
Antes había trabajado en la Cadena Ser y COM Radio. jfita@lavanguardia.es
-Cortesía El Universal. 21-10-2024
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