CUENTO: OFICIO DE TINIEBLAS
Alejo Carpentier
I
El año cobraba un mal aspecto. Muy pocos se daban cuenta de
ello, pero la ciudad no era la misma. No estaba demostrado que los objetos
pintaran en los pisos un cabal equivalente en sombras. Más aún: las sombras
tenían una evidente propensión a quererse desprender de las cosas, como si las
cosas tuvieran mala sombra. Una súbita proliferación de musgos ennegrecía los
tejados. Apremiadas por una humedad nueva las columnas de los soportales se
desconchaban en una noche. Los balaustres de los balcones, en cambio, se
llenaban de hendeduras y resquebrajos, al trabajar de rocío a sol, sacando
clavos enmohecidos dos sobre las barandas descascaradas. Algo había cambiado en
la atmósfera. Las palomas de los patios se balanceaban sin arrullos sobre sus
patitas rosadas, como con ganas de guardarse las alas en los bolsillos. El
diapasón de la campana mayor de la catedral había bajado un poco, como si
aquellas inesperadas lluvias de enero la hubiesen hinchado, tomando el bronce
por madera. Nunca hicieron tan largos viajes la carcoma y el comején. Los
pregones se entonaban con falsetes de sochantre en oficio de difuntos. Nadie
creía ya en el dulzor de frutos aguados y los aguinaldos dejaron pasar su
tiempo sin treparse a los árboles. Nada que fuera blanco prosperaba. Los rasos
para vestidos de novia se cubrían de hongos en el fondo de los armarios y las
nubes esperaban la noche para irse a la mar, siguiendo las velas de una goleta
destinada a morir en una ensenada solitaria.
Así andaban las cosas en Santiago, cuando se celebraron con
pompas de cruces, pecheras y entorchados, los funerales del general Enna.
II
Con los barnices encendidos por el sol, el contrabajo iba
calle arriba, camino de la catedral, en equilibrio sobre la cabeza del negro. A
veces, Panchón alzaba el brazo derecho, alargando el índice hacia una cuerda
áspera, que respondía con una nota grave. Hubo un tiempo en que faltaron en
Santiago cuerdas de contrabajo. El ritmo del “Trípili” se marcó entonces con
tiras de piel de chivo adelgazadas a filo de vidrio. Pero, desde aquellos días,
“La Intrépida”, había venido a menudo. Y la cuerda aquella, que sonaba en lo
alto –pues Panchón era una especie de gigante tonito– era de buena tripa. De
excelente tripa, alzada de tono por el calor. Por eso, la nota llenaba toda la
calle, sacando rostros a las ventanas y haciendo parar las orejas a las muías
de recuas carboneras.
Panchón llegó a la sacristía. Sesgó el contrabajo para
entrarlo por la puerta estrecha. Ya lo esperaba un músico impaciente, dando
resina a las crines del arco. Un índice docto interrogó las cuatro cuerdas, con
un rechinar de clavijas en lo alto del mástil. Panchón, curioso, siguió al
contrabajo que se alejaba a saltos sobre su única pata. Olía a incienso. La
nave estaba llena de autoridades y abanicos de encaje. En la penumbra creada
por las colgaduras de luto, las solapas de seda negra se vestían de reflejos
plomizos. Cuando el sacerdote se acercó al catafalco, la orquesta entera
comenzó a cantar. Colándose por un ventanal alto, un rayo de sol se detuvo en
el cobre de las trompas. Con gestos de bastoneros, los fagotes acercaron las
cañas a las bocas. Rodó un largo trémolo en los timbales. Los bajos atacaron,
al unísono, una letanía con inflexiones de Dies Irae. De pronto sonaron todos
los sables. En un vasto aleteo de rasos, las mantillas cayeron hacia adelante.
Panchón salió de la catedral. Aquellos funerales suntuarios
eran cosa distante y ajena. Además, estaba impaciente por beberse los dos
reales de vellón que acababa de ganar. Tal vez por ello, no observó que su
sombra se había quedado atrás, en la nave, pintada sobre la baldosa en que se
leía: Polvo, Cenizas, Nada. Ahí estuvo largo rato, hasta que terminó la
ceremonia y la envolvieron las chisteras. Entonces atravesó la plaza y entró en
la bodega donde Panchón, ya borracho, la vio aparecer sin sorpresa. Se acostó a
sus pies como un podenco. Era sombra de negro. La sumisión le era habitual.
III
A nadie agradaba “La Sombra” de Agüero. A nadie, porque era
una danza triste, mala de bailar, que ponía notas de melancolía en los mejores
saraos. Pero, hete ahí que todos la cogen, de pronto, con “La Sombra”. Tal
parecía que la banda de los charoles no supiera tocar otra cosa. Lo mismo
ocurría con la banda de la milicia de pardos. En las retretas, en los desfiles,
se escuchaba siempre la misma melodía quejosa, girando en redondo como el
caballo viejo del tiovivo. Esta repetición transformaba “La Sombra” en su
sombra, pues tal era el tedioso hábito de tocarla, que su compás se alargaba,
renqueante, acabando por tener un no sé qué de marcha fúnebre. Pero ahora, la
enfermedad alcanzaba los pianos. Bajo los dedos de las señoritas, las teclas
amarillas llenaban de sombra las cajas de resonancia. Hubo quien se matriculó
en una academia de música, sin más propósito que el de llegar a tocar “La
Sombra”. Viejas espinetas olvidadas en los desvanes, claves de pluma y
fortepianos baldados por el comején, conocieron también, por simpatía, el
contagio de la maldita danza. Aun cuando nadie se acercara a ellos, los
instrumentos rezagados cantaban con voces minúsculamente metálicas, uniendo las
vibraciones de sus cuerdas a las cuerdas afines. También los vasos, en los
armarios, cantaron “La Sombra”; también los peines de los relojes de música;
también los tremulantes y salicionales de los órganos.
El parque se había llenado de una gran tristeza. Los
currutacos y las doncellas paseaban, cada vez más despacio, sin tener ganas de
hablarse. Los oficleides y bombardinos escandían, con voces de profundis,
aquella sombra que coreaban doscientos pianos de caja negra, en todos los
barrios de la ciudad. Hubo un sinsonte que se aprendió “La Sombra” de cabo a
rabo. Pero lo hallaron muerto, de un atorón de cundiamores, cuando su amo –el
peluquero Higinio– se disponía a enviarlo a doña Isabel II, como muestra de las
maravillas que aún se daban en esta tierra.
IV
Llegó la época de las máscaras. Fueron aquellos unos
carnavales tristes, de niños disfrazados, solos en calles desiertas; de
comparsas dispersas por un aguacero; de antifaces que ocultaban caras largas;
de dóminos del Santo Oficio. Las doncellas que fueron a los bailes no hallaron
novios. Las orquestas tocaban con desgano. Los músicos de la banda tenían
gestos de figuras de teatro mecánico. Los matasuegras eran de mal papel y las
cornetas de cartón arrojaban voces de pavo real. Ablandadas por un sudor malo las
caretas dejaban en los labios un sabor a cola de pescado. Los confetis no
habían llegado a tiempo y, en las tiendas, las narices postizas se cansaban de
esperar. Un niño, disfrazado de ángel, se halló tan feo al verse en un espejo
que se echó a llorar.
Así andaban las cosas, cuando un tal Burgos, que tocaba el
redoblante en las orquestas, recorrió las calles del barrio de La Chácara,
dando grandes voces para pedir a los vecinos que formaran un escuadrón. En la
esquina de la Cruz se reunieron los voluntarios. Panchón fue el primero en
llegar, trayendo su sombra. Luego aparecieron la Isidra Mineto, La Lechuza, La
Yuquita y Juana la Ronca. Tres botijas abrieron la marcha. Había que cantar
algo que no fuera “La Sombra”. Súbitamente, una copla voló por sobre los
tejados:
Ay, ay, ay, ¿quién me va a llorar? ¡Ahí va, ahí va, ahí va
la Lola, ahí va!
El escuadrón de Burgos fue subiendo hacia el centro de la
ciudad. Nuevos cantadores lo engrosaban en cada bocacalle. El regidor del
Consejo, el síndico de Cofradías, los oficiales de milicias, el celador, varios
miembros de la Sociedad Económica de Amigos del País, y hasta el obispo de
Santiago, salieron a los balcones para ver pasar el cortejo. Sin poderlo
remediar, el maestro de música de la catedral marcó el compás con el pie
derecho. Al caer la noche se encendió una enorme farola, que podía divisarse desde
los altos de Puerto Boniato. La farola se bamboleaba a la orilla de los
tejados, haciendo alto en las tabernas. Luego partía, otra vez, girando sobre
sí misma, como el sol matemático de la Máquina Perica, que tanto se usara,
cuarenta años atrás, en funciones de ópera de gran espectáculo.
En pocos días los escuadrones proliferaron multiplicándose
de modo inexplicable. Cuando llegó el Santiago, más de diez comparsas recorrían
la ciudad, al ritmo de la canción que había matado a “La Sombra”:
Ay, ay, ay, ¿quién me va a llorar? ¡Ahí va, ahí va, ahí va
la Lola, ahí va!
V
El 19 de agosto, después del Rosario y de una colación de
fiambres, hubo gran animación en los soportales del teatro. El poeta y el
músico, de corbatas listadas, bien cerradas las levitas al remate de las
solapas, recibían en terreno propio. Llegaban doncellas vestidas de encajes y
olores, acompañadas de madres que, al quitar el pie del estribo, lanzaban el
coche sobre los muelles de la otra banda. Con gran aparato de látigos, de
troncos impacientes, de herraduras azuladas por chispas de chinas pelonas, la sociedad
de Santiago concurría al ensayo. En cuadernos de colegialas traían sus réplicas
las actrices de un día, copiadas con la letra característica de las alumnas de
monjas. La joven que habría de interpretar el papel principal de “La entrada en
el gran mundo”, se adueñó del camerín en que se habían desnudado tantas
tonadilleras famosas, émulas de Isabel Gamborino, amantes de hacendados y
esposas de actores. Aún quedaban arreboles de color subido en un plato de
porcelana blanca y una colada de mástic en el fondo de un pocilio. En una pared
se ostentaba una rotunda interjección de arrieros, trazada con carmín de
labios. El canapé de seda canario tenía honduras de las que no se cavan con el
peso de un solo cuerpo.
El apuntador se deslizó en la concha. Se dio comienzo al
ensayo de “La entrada en el gran mundo”, que habría de representarse, al día
siguiente, a beneficio de los Hospitales. Se estaba en agosto, y sin embargo
hacía frío. Nadie pudo observar, por la oscuridad en que estaba sumida la
platea, que las arañas se mecían de modo extraño, con vaivén de péndulos
desacompasados.
VI
El 20 de agosto, cuando apenas se entonaba el Agnus Dei de
la misa de diez, las dos torres de la catedral se unieron en ángulo recto,
arrojando las campanas sobre la cruz del ábside. En un segundo se contrariaron
todas las perspectivas de la ciudad. Los aleros se embestían en medio de las
calles. Tomando rumbos diversos, las paredes de las casas dejaban los tejados
suspendidos en el aire, antes de estrellarlos con un tremendo molinete de vigas
rotas. Las muías rodaban por las calles empinadas, envueltas en nubes de
carbón, con un casco cogido debajo de la cincha y la gurupela azotándoles la
crin. Las rosas del parque alzaron el vuelo, cayendo en zanjas y arroyos que
habían extraviado el cauce. Y luego, aquella inestabilidad de la tierra, aquel
temblor de anca exasperada por una avispa, aquel desajuste de las aceras, aquel
cerrarse de lo abierto y abrirse de lo cerrado. Aun corriendo, dando gritos,
llamando a la Virgen del Cobre, se advertía que una calle no tenía ya más
salida que una alcoba de doncella o un archivo de notaría. A la tercera
sacudida, los muebles también entraron en la danza. Pasando por encima de los
barandales, los armarios se dieron a la fuga, largando por los vientres
abiertos sus entrañas de sábana y mantel. Todas las vajillas explotaron a un
tiempo. Los cristales se encajaron en las persianas. Anchas grietas, llenas de
peines, camafeos, almanaques y daguerrotipos, dividían la ciudad en islas, ya
que el agua de los aljibes, rotos los brocales, corría hacia el puerto.
Cuando la sangre comenzó a ensancharse en las telas, rasos
y fieltros, todo había terminado. Un reloj de bolsillo, colgado aún de su
leontina, marcó un adelanto de un minuto corto sobre los relojes muertos. Fue
entonces cuando los hombres, al verse todavía en pie, comprendieron que habían
conocido un terremoto. Las moscas, salidas de no se sabía dónde, volaron a ras
del suelo, más numerosas.
VII
Las sombras se habían cansado de multiplicar las
advertencias. Muchas se disponían, ahora, a abandonar la ciudad. Al mes de
pasado el terremoto, varios transeúntes corrieron hacia la fuente destruida.
Una mujer, perfectamente desconocida –probablemente una forastera–, había caído
al pie de la estatua de Neptuno, con los brazos y las piernas en aspa. El
delfín seguía vomitando un agua turbia, que regaba plantas indeseables, nacidas
al amparo de los lutos. El caso se repitió varias veces durante el día, en distintos
barrios de la ciudad. De pronto, alguien se desplomaba en una esquina, con el
rostro amoratado y la córnea azulosa. Faltaron panaderos a la hora de hornear y
muchos caballos volvieron solos a las casas, trayendo un siniestro compás en
las herraduras.
El baile anunciado se dio a pesar de todo. El regidor
estimaba que no era oportuno añadir nuevas inquietudes a las muchas que ya
habían ensombrecido el día. Tratábase, además, de reunir nuevamente a los
intérpretes de “La entrada en el gran mundo”, para reorganizar la suspendida
función a beneficio de los hospitales. Todo había comenzado muy bien. Pero, al
bailarse la segunda contradanza, una pareja rodó sobre los mármoles del piso.
El contrabajista cayó fuera del estrado, con el arco cubierto de espuma, llevándose
las cuerdas atadas a un pie. Una mano insegura, al agarrarse de una borla,
promovió un derrumbe de terciopelo sobre los jarrones chinos que adornaban la
consola del gran salón.
A pesar de que el director siguiera marcando el compás de
“La Sombra”, los músicos enfundaron sus instrumentos, y, apagando las velas
colocadas en el borde de los atriles, se escurrieron hacia las puertas de
servicio. Mientras los pomos de sales iban y venían por las escaleras de anchos
barandales, los invitados llamaban a sus cocheros con voces alteradas. Aquella
noche fueron muchos los que abandonaron la ciudad para refugiarse en los
cafetales más cercanos. Pero el terciopelo de los asientos estaba lleno de un
calor malo. En el cielo viajaba una luna verdosa, imprecisa, como desdibujada
por un traje de yedra.
VIII
Pronto los intérpretes de “La entrada en el gran mundo”
entraron realmente en el Gran Mundo. Los hospitales se instalaban en medio de
los parques, y era frecuente que un agonizante se quejara de haber sido
incomodado, durante la noche, por el rápido crecimiento de un rosal. Tan
numerosos eran los cadáveres que para llevarlos al cementerio de Santa Ana se
utilizó el carro de un baratillero canario. A su paso se hizo un hábito decir,
en son de desafío:
¡Ahí va, ahí va, ahí va la Lola, ahí va!
El cólera no había disminuido la sed de Panchón. Y hete ahí
que en vez de contrabajos, comienza a llevar cadáveres en equilibrio sobre su
cabeza. Por hábito buscaba la cuerda, sin hallar más que un borborigmo. Pero
las sombras de otros, atravesadas en lo alto, le preocupaban poco. Iban por el
aire dibujando escorzos nuevos al doblar de cada esquina. Sus pocos estudios le
habían dotado del poder de descifrar ciertos letreros. Los identificaba por el
color de la tinta de imprenta o la disposición de los caracteres. Cuando se
tropezaba con un cartel de “La entrada en el gran mundo”, saludaba con el
cadáver. Había, sin duda, una misteriosa pero segura relación entre esto y
aquello.
Panchón comenzó a sentirse menos tranquilo cuando La
Lechuza y Juana la Ronca cayeron a su vez. Ese día cargó con los cuerpos,
tratando de hacer más corto el camino. Pero los girasoles que ahora levantaban
las cabezas sobre las tapias del cementerio acabaron por hacerle pensar que su
vida era hermosa. Poco a poco, una canción se fue ajustando a su paso:
Y a mí ¿quién me va a llorar? ¡Ahí va, ahí va, ahí va la
Lola, ahí va!
A mediados de octubre, la Isidra Mineto, la Yuquita, Burgos
y todos los del Escuadrón yacían, revueltos, en la fosa común. Eran menos
sombras en las calles de Santiago. Una mañana todo cambió en la ciudad. Hubo
juegos de niños en los patios. “La Intrépida” entró en el puerto con las velas
abiertas. De los baúles salieron vestimentas blancas y el aire se hizo más
ligero. Las campanas espantaron las últimas auras que aguardaban en las
esquinas y los caracoles tornaron a cantar.
El 20 de diciembre fue el Tedeum en la catedral. El
organista estaba entregado a la improvisación cuando, de pronto, se volvió
sobresaltado hacia la plaza. Ahí estaba “La Lola” chirriando por todos los
ejes. Panchón yacía detrás del cochero, con los pies hinchados, de bruces sobre
un haz de espartillo. Poco a poco, el gradual cambió de figura. Algunos
advirtieron que los bajos no acompañaban cabalmente la frase litúrgica. En el
juego de pedales se insinuaba, aunque en tiempo lento, el tema de: “Ahí va, ahí
va, ahí va la Lola, ahí va.” Pero el oficiante, que era un poco sordo, no
reconoció la copla. Creyó que las manos del organista se habían confundido,
enunciando los villancicos que ya debían de ensayarse, en vista de la
proximidad de las Pascuas.
Comentarios
Publicar un comentario