LOS ALACRANES BAJO LA PIEDRA: Una novela sobre el poder criminal en Honduras
Oscar Estrada
Hace algunos años, mientras investigaba para Tierra de Narcos, comprendí una verdad brutal: que en Honduras, escribir sobre el poder es caminar siembre descalzo sobre una capa de hojas secas que ocultan cuchillas. Las apariencias, en Tegucigalpa, están tan cuidadas como las fachadas de los edificios de lujo que guardan apartamentos de cristal en Las Lomas: todo parece funcionar, todo parece limpio. Pero bajo esa pulcritud simulada, operan las lógicas de la impunidad, el crimen y la complicidad institucional. Por eso, cuando aparece una novela como Alacranes en la oscuridad, de Javier Suazo Mejía, no puedo más que leerla con una mezcla de gratitud y desconfianza. Gratitud por el arrojo; desconfianza porque conozco el terreno que pisa.
La novela es una ficción. Pero es también un espejo
opaco donde se reflejan figuras apenas veladas de la vida política hondureña.
El presidente José Augusto Sánchez, su hermana Zunilda, su esposa Kelly, los
capos Colocho y Gumaro, los militares en la sombra y los fiscales en silencio:
todos forman parte de una maquinaria de poder donde la verdad es peligrosa y la
lealtad, un artificio. La obra construye un fresco que no busca ocultar su
referencia directa con el régimen de Juan Orlando Hernández, aunque lo haga
desde el terreno movedizo de la alegoría. Al contrario: la novela apuesta por
una representación apenas enmascarada, que hace que la lectura se vuelva un
ejercicio de desciframiento político tanto como de inmersión literaria.
Desde el primer capítulo, Suazo deja claro que el
crimen no es un desafío externo al Estado, sino su condición estructural.
En Alacranes en la oscuridad, el gobierno es la organización criminal más
grande del país. Esta afirmación, que podría sonar panfletaria en otras manos,
encuentra en la novela una tensión ética y dramática que la sostiene: cada
personaje, incluso los más monstruosos, está empapado de humanidad corrupta, de
ambiciones que huelen a miedo, de lealtades que se compran y se quiebran. La
corrupción, aquí, no es una anomalía del sistema, sino su modo de operar más
eficiente.
La estructura narrativa es fragmentaria, casi coral.
Con saltos temporales que van desde los años 70 hasta el 2024, Suazo construye
un mosaico narrativo que exige al lector estar alerta. No hay un protagonista
único, sino un entramado de voces que se entrecruzan, se contradicen y se
completan. Entre ellas, destaca la figura del Poeta: un testigo cansado, una
conciencia vencida que observa el deterioro con lucidez amarga. Su voz es una
especie de eco del escritor que duda de su poder, pero que no puede dejar de
escribir. Me reconozco ahí. También resalta la participación de mujeres
poderosas como Zunilda, arquitecta silenciosa de la maquinaria política, que
funciona como la mano detrás del trono, como esa figura temible que no necesita
la exposición mediática para ejercer el control absoluto.
La novela se detiene también en momentos clave de la
historia política reciente: la militarización del poder civil, las elecciones
fraudulentas, el pacto tácito con Washington, la represión selectiva, la
estructura del crimen transnacional con sede en el Estado. Hay capítulos que
funcionan como piezas de periodismo narrativo encubierto: reconstrucciones de
operativos, de asesinatos, de traiciones diplomáticas. La ficción se vuelve
entonces una forma de decir lo indecible, de escribir lo que todavía no puede
afirmarse en un tribunal. Y en ese gesto, el libro se vuelve no solo
literatura, sino documento.
Pero no todo funciona. En varios momentos, la novela
se traiciona a sí misma con excesos didácticos, con personajes que en lugar de
hablar, explican. Hay pasajes donde la denuncia sustituye a la ficción, donde
el autor parece dejarse llevar por la urgencia de decirlo todo, como si no
hubiera mañana. Lo entiendo. Yo también he sentido esa urgencia. En un país
como Honduras, donde la historia reciente se reescribe desde los despachos y
las pantallas, callar un dato es condenarlo al olvido. Quizás por eso, Suazo
decide no callar nada. El riesgo de ello es que la novela a ratos parece ceder
ante su propia ansiedad por cubrir todos los flancos: historia, política,
crimen, diplomacia, economía, incluso el arte como resistencia. Pero esa
sobrecarga también es un testimonio del tiempo: vivimos en un país donde todo
está conectado, donde cada asesinato tiene una ruta que lleva a un contrato
estatal, a una sentencia amañada, a un silencio mediático.
Alacranes en la oscuridad dialoga directamente
con Tierra de Narcos, no porque comparta mis fuentes, sino porque
compartimos el espanto. En mi libro, el relato es más documental: persigo
nombres, fechas, rutas del dinero. En el suyo, Suazo elige la fábula siniestra,
el retrato metafórico. Pero ambos llegamos al mismo lugar: la constatación de
que el poder no está capturado por el narco, sino que el narco es la forma
contemporánea del poder. La frontera entre lo legal y lo criminal es una
ficción que solo interesa a los ingenuos o a los diplomáticos. Esa
convergencia, aunque expresada en géneros distintos, construye un archivo
narrativo de la violencia estructural, que está llamado a permanecer como
testimonio del fracaso institucional y del valor de nombrarlo.
El mérito mayor del libro de Suazo no está en su prosa
ni en su arquitectura narrativa, sino en su atrevimiento. Es una novela escrita
desde dentro del abismo, sin concesiones al lector extranjero ni al gusto
editorial. Su vocación no es estética, sino testimonial. Y eso la vincula a una
tradición centroamericana que ha optado, en los últimos años, por narrar el
colapso del Estado más que su promesa.
Pienso en Insensatez de Castellanos Moya,
en El material humano de Rey Rosa, en La sirvienta y el luchador de
Orellana Suárez. Todas ellas novelas del desencanto, donde el poder ya no es
una cima a escalar, sino un pantano del que se sale marcado o no se sale. En
esa línea, Alacranes en la oscuridad aporta una mirada hondureña, en
el sentido más duro del término: con polvo, con rabia, con resignación que no
se rinde. Y al hacerlo, saca a Honduras del silencio literario que suele
envolverla cuando se trata de la narcopolítica. Da un paso adelante en esa
tarea pendiente de escribir desde el trauma colectivo y no solo sobre él.
No sé si este libro entrará al canon literario
centroamericano. El canon, a menudo, es ciego al valor urgente de ciertos
textos. Pero sé que en el mapa de los que intentamos narrar el poder sin pedir
permiso, Javier Suazo Mejía ha puesto una señal clara: no olviden que los
alacranes están ahí, bajo las piedras que nadie se atreve a voltear.
Y esa advertencia, hoy, es más necesaria que nunca.
Cortesía: Blog del autor.
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