Cuento: EL INDIGNO
Jorge Luis Borges
La imagen
que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en
bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un
borroso corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a
determinada altura de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una
mañana comprobé que la había reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron
que don Santiago Fischbein, el dueño, había fallecido. Era más bien obeso;
recuerdo menos sus facciones que nuestros largos diálogos. Firme y tranquilo,
solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como
todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y
discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una copiosa
antología de la obra de Baruch Spinoza aligerada de todo ese aparato euclidiano
que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me
mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de
Rosenroth, pero en mi biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que
llevan su sello.
Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.
«Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe,
ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora
la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda,
surtirá de puñales. No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy
entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo nunca.
Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que apenas guardo
memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir una tienda,
yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los baldíos.
Carlyle
ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el
culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado
en Chile y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El
azar me dio un héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco
Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo oye nombrar.
El barrio
no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había
almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el
almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me
llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un
forastero de melena y bigote se presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo
con suavidad:
—Dígame
¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene?
—De San
Cristóbal —dijo el otro.
—Mi
consejo —insinuó Ferrari— es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que
es capaz de hacerle pasar un mal rato.
El de San
Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el otro,
pero sabía que ahí estaba la barra.
Desde esa
tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era
morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época.
Siempre andaba de negro. Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre
y mi tía; nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros:
—Déjenlas
pasar. Carne vieja.
Yo no
supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con
el provocador y le dijo:
—Si andás
con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien?
Los fue
filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.
Se
encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo:
—Si no
tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche.
Me quedé
anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:
—Un
caballero que hace respetar a las damas.
Mi madre,
para sacarme del apuro, observó:
—Yo diría
más bien un compadre que no quiere que haya otros.
No sé
cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta
librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra,
tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen
argentino y un buen judío. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi
calvo; entonces yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio
de las orillas. La gente me miraba por encima del hombro. Como todos los
jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me había puesto Santiago para
escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos parecemos a la
imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo me
despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era
importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo
sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.
No fui al
almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la
invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.
Ferrari
presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos
siete. Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas
palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la memoria: don
Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me
dijeron, después, que había sufrido una condena.
Ferrari
me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las
tenía todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días
pasados. Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de
un payador que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al
principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad
de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada cual se sentía
(y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o carrero o acaso
matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo. Sospecho
que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el
Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras
cosas.
En una
casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco
Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido
una jactancia.
Una noche
la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la comisaría; con Ferrari no
se metieron. A los quince días la escena se repitió; esta segunda vez arrearon
con Ferrari también, que tenía una daga en el cinto. Acaso había perdido el
favor del caudillo de la parroquia.
Ahora veo
en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un
dios.
La
amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces
de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa
sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que
Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable.
Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de
rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi
madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y
que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con
Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras
dura el arrepentimiento dura la culpa.
El viejo,
que había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo
estarían tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de
Weidemann, cuya tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo
me encargaron, sin más explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien
en las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me
acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era
nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se
confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja. Además de la entrada
principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban
directamente a las piezas.
Confieso
que tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe, que
otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la
barra faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos;
Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer
de campana. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en
la calle los dos, le pregunté a Ferrari:
—¿Usted
me tiene fe?
—Sí —me
contestó—. Sé que te portarás como un hombre.
Dormí
bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre que iba a ver en el
centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que tenía y me fui a la
calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el Departamento de Policía
me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me
recibió. Le dije que venía a tratar con él un asunto confidencial. Me respondió
que hablara sin miedo. Le revelé lo que Ferrari andaba tramando. No dejó de
admirarme que ese nombre le fuera desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de
don Eliseo.
—¡Ah! —me
dijo—. Ése fue de la barra del Oriental.
Hizo
llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me
preguntó, no sin sorna:
—¿Vos
venís con esta denuncia porque te creés un buen ciudadano?
Sentí que
no me entendería y le contesté:
—Sí,
señor. Soy un buen argentino.
Me
dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no
silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me
advirtió:
—Andá con
cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.
Los
funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado.
Le respondí:
—Ojalá me
maten. Es lo mejor que puede pasarme.
Desde la
madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el
remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy
largas. Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una
cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que
nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por
llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me dejaron solo en una de
las puertas del fondo. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial.
Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los caballos en un
terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido. Me
aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban
matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después
salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los
habían ardido a balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden
de arresto y que fueron los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira,
porque no los vi nunca con revólver. La policía aprovechó la ocasión para
cobrarse una vieja deuda. Días después, me dijeron que Ferrari trató de huir,
pero que un balazo bastó. Los diarios, por supuesto, lo convirtieron en el
héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado.
A mí me
arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron».
FIN
Fuente: El Informe de Brodie, 1970. Cortesía, Lecturia.org Julio 11, 2025.
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