Cuento: El ROTO
Kalton Bruhl
Aguardamos en la sala de espera del consejero matrimonial. Es ya la tercera cita. Teresa ha llevado sus agujas e hilos. La secuencia de nudos y espacios con la que teje lo que parece ser una bufanda me recuerda al sistema binario. Recuerdo haber leído que con ceros y unos se puede escribir cualquier cosa y pienso, mientras Teresa mueve los dedos con pericia, si cada tejido no será también una especie de carta o de manifiesto. Un suéter podría contener un poema épico o, simplemente, la receta de una tortilla española. Teresa se percata de mi mirada y hace a un lado las agujas. Le pido disculpas con una sonrisa forzada, levanto el libro que sostengo sobre las piernas y finjo leer. La terapia no nos ha servido de mucho. Hace ya cuatro meses que no nos dirigimos la palabra. No es algo que hayamos acordado tras una pelea, como si fuera una tierra de nadie delimitada por una tregua de silencio. Es algo fortuito sin más causa que el azar o, al menos, así prefiero verlo. Teresa, por el contrario, está segura de que es mi culpa. No me lo ha dicho, desde luego, pero sus gestos y sus miradas tienen la elocuencia necesaria. Todo comenzó después de ver una película. Estábamos sentados en el sofá de la sala con las luces apagadas. En el momento en que Teresa me explicaba las debilidades del guion, vi un brillo intermitente cerca de su boca. Entrecerré los ojos y aparté el rostro para aprovechar más la luminosidad de la pantalla. Parecía ser un hilo de araña. Le pedí a Teresa que no se moviera y lo apresé entre el índice y el pulgar. Deslicé los dedos hasta llegar a los labios de Teresa, luego hice el recorrido inverso y llegué hasta mi propia boca. No podía entenderlo. Tomé el hilo con las dos manos y lo rompí por el centro. Quise comentar con Teresa lo extraño de la situación, pero no pude articular una sola palabra. Ella también quiso hablarme, sin embargo, no hizo más que abrir la boca sin emitir sonido alguno. Pensé que, por alguna extraña razón, habíamos quedado mudos. Lo que me faltaba, exclamé, para mí mismo. El sonido de mi voz me hizo levantarme de un salto. Me dirigí a Teresa para decirle que estábamos curados, pero de nuevo las palabras se me quedaron atoradas en la boca. Hicimos varios intentos de comunicarnos. Fue imposible. La comunicación entre nosotros parecía rota. ¡Eso es!, pensé, dándome una palmada en la frente. El hilo. Había roto el hilo de la conversación. Me palpé el labio inferior, el hilo colgaba inerte hasta caer sobre mi pecho. Acerqué los dedos hacia la boca de Teresa hasta hallar su parte del hilo y uní los extremos con un nudo marinero. Abrí la boca y esta vez las palabras surgieron con dificultad, ya que iban perdiendo volumen a medida que se acercaban al nudo. Era imposible mantener una conversación. Los días siguientes intentamos comunicarnos de distintas maneras. Todo fue en vano. Los mensajes no se enviaban desde el celular y los correos electrónicos no llegaban a la carpeta de salida. Finalmente nos resignamos a aceptar lo evidente: era imposible reparar el hilo de la conversación. Sin embargo, no estamos dispuestos a dejar que nuestra relación fracase. A pesar de los silencios, o quizás debido a ellos, todavía nos amamos. Así que, por tercera vez, estamos en la antesala del consejero matrimonial. Teresa sigue tejiendo y yo vuelvo a pensar en si esa nueva bufanda no será un manual de instrucciones para recuperar las palabras perdidas.
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